Falsa conciencia ¿la nuestra?
El ascenso electoral de las ultraderechas fascistas en buena parte del mundo occidental ha encendido las luces de alarma. Al respecto, nos hemos lanzado de forma desesperada a entender este fenómeno, especialmente para combatirlo. En el frenesí de acalorados debates, proliferan variadas reflexiones y entre tantas cuestiones se suele abordar la relación entre la representatividad política de tales fuerzas y el problema de la subjetividad/identidad. Pero ¿cómo se construye analíticamente esta relación?
Suele argumentarse que una alternativa política con un determinado discurso toma potencia electoral en tanto logra representar un corpus valorativo – previamente – disponible en la sociedad. De ahí se deriva que, si hay fuerzas fascistas es porque hay extensos sectores sociales que también lo son. Por otro lado, como esto se evidencia – entre otras cosas – con la observación de reacciones xenófobas enfocadas en las relaciones sociales conflictivas de los sectores populares[1], se llega a la idea de que estos son sujetos clave de tales discursos. Así, el “conservadurismo popular” – expresado en términos de xenofobia, por ejemplo – alimentaría una fuerza de derecha que ha logrado representar “sus” valores.
Sin embargo, estas afirmaciones parten de muchos supuestos. Primero, que la emergencia de estas ultraderechas refiere a ciertos dichos xenófobos o racistas. Segundo, que tales dichos son entendidos por vastos sectores de la población solo y necesariamente como xenófobos o racistas, y es por ello que toman legitimidad. Tercero, que estos dichos son meros reflejos de lo valorativamente disponible y no un acto político que intenta significar una experiencia cotidiana en algún sentido específico. En tal marco, la revitalización, por ejemplo, del discurso de mano dura en torno a la seguridad, es vista como la forma más acabada de estas tendencias políticas por representar una valoración fascista disponible, pero que terminaría redundando en la sola defensa de la propiedad privada, sin más.
Tratemos, sin embargo, de centrarnos en la cotidianidad vivida en los barrios populares de Brasil, específicamente en sus favelas. Buena parte de su población, racializada, se desenvuelve en mercados laborales informales, compitiendo por sobrevivir. Al mismo tiempo, mientras cada mañana los ciudadanos salen de sus casas a buscar la comida del día, generalmente son víctimas de la acción u omisión estatal o de la violencia de otros poderes fácticos asentados en el territorio. Así, el discurso de la seguridad y la mano dura contra determinados actores sociales no referiría automáticamente a la defensa del capital, sino que también toma sentido en la medida en que moviliza la esperanza de no arriesgar la propia vida cada vez que se sale a trabajar.
En tal marco, sería justo decir que las poblaciones pobres y racializadas de las favelas brasileñas se ven interpeladas por dicho discurso securitario, no tanto por “ser” xenófobas y violentas, sino por la esperanza de vivir en paz. Si esto deviene efectivamente así o no, es otra discusión. El punto es que en función de la experiencia cotidiana ciertos discursos pueden y logran hacer sentido, e interpelan de diferentes formas determinadas posiciones de sujeto (de clase, de raza, de género). En tal marco, partir de la idea de que los sectores afrodescendientes no pueden votar por Bolsonaro en la medida en que sus dichos son xenófobos, implica suponer que 1: Un elector se concibe a sí mismo solo en su dimensión étnico-racial y 2: Que tal posición es problematizada por todos en los términos en los que los académicos suelen hacerlo. Es momento de entender que el dato empírico de un color determinado de piel no implica su significación en torno a su forma de subordinación étnico-racial.
La representatividad política, por tanto, constituye una relación entre ciertas formas de interpelar a los individuos y las subjetividades inacabadas que estos desarrollan con sus específicos sentidos en su experiencia cotidiana. Es por ello que partir de la idea de la casi fatalidad del conservadurismo de los sectores populares – entre otras cosas por una supuesta falta de educación o “conciencia” – nos pone en un lugar de enunciación elitizado y, peor aún, nos llevan a un terreno interpretativo desde el cual no logramos entender sus opciones electorales.
En tal orden de cosas, lo urgente implica reconstruir los vínculos sociales entre las fuerzas políticas de izquierdas y dichos sectores en el territorio. Escuchar, mucho más que hablar, y entender por qué ciertos discursos hacen sentido de una u otra forma para quienes hace algunos años y en distintos países de la región votaron de forma masiva a fuerzas progresistas. Por lo tanto, antes que “crear conciencia”, entendiéndolo como un ejercicio vertical entre alguien que sabe y alguien que no, la clave en este terreno para enfrentar a las derechas está en la lucha por la significación de las problemáticas populares y la reconciliación entre su dimensión redistributiva y de reconocimiento, a los efectos de cristalizar formas institucionales que den una respuesta transversal y articulada.
En definitiva, tal vez el paso que haya que dar, además de reconstruir una articulación política progresista que combata todas las formas de subalternidad, tiene que ver con poner bajo crítica nuestras arraigadas formas de significar a los pueblos. Probablemente allí podremos ver en qué medida más falsa era nuestra conciencia.
[1] Para el caso de Brasil, por ejemplo, resalta la forma en que las poblaciones vulnerables del Estado de Roraima, limítrofe con Venezuela, se lanza a las calles para exigir a los recién migrados del país caribeño que vuelvan a su país.