Estado y crimen organizado
La madrugada del 14 de agosto de 2022, una detonación de gran magnitud de un artefacto explosivo de fabricación artesanal -identificado en un principio como una granada militar con C-4- estalló en Cristo del Consuelo, asesinando a cinco personas e hiriendo a 17 personas más en Guayaquil. Guillermo Lasso, aparentemente tomando una posición distinta a su pasividad e inacción estratégica, decretó un estado de excepción vigente por 30 días en Guayas, incurriendo en la militarización de territorio, que ha demostrado ser inefectiva.
La ola de violencia, característica del capitalismo neoliberal, se impregna en la memoria colectiva como un dispositivo condicionante hacia la criminalización de la pobreza -aporofobia- y la protesta social. En el Ecuador, soplan vientos neofascistas, que apuntan hacia la opresión y persecución antipopular, aupados y facilitados por un gobierno libertario, que garantiza únicamente la propiedad privada y el libre mercado, por sobre la vida del pueblo. En un momento histórico caracterizado por la austeridad y el no futuro, la violencia se desata por su primer promotor y facilitador: el Estado burgués. El crimen organizado se encuentra en perpetuo contubernio con la burguesía, con el objetivo de sostener su mutuo beneficio. Contrario al canon oficialista, tanto el Estado burgués como el narcotráfico y el crimen organizado, se encuentran en la misma trinchera, ambos contrarios al pueblo.
El crimen organizado representa la producción y reproducción de la vida en el neoliberalismo. Este logra la capacidad de moldear la vida social: de dar vida y muerte a voluntad, en medida de las posibilidades que el Estado lo permite. Es decir, el crimen organizado se fortalece y potencializa durante la regresión neoliberal, en cuanto la aplicación de los mandatos de la doctrina del shock -mecanismo operativo del libre mercado- reducen la presencia y alcances del Estado en territorio, precarizando la vida en múltiples dimensiones: menor acceso a trabajo, educación y salud, descuido de infraestructura y nula presencia rectora.
El carácter público de los atentados generados por el crimen organizado, revela el control territorial por parte del mismo, y revela también la autoridad que estos grupos ejercen sobre las poblaciones, territorios y el mismo Estado. El carácter público de los atentados, sean estos coches bomba, sicariatos e inclusive violaciones en manada, revelan el dominio que goza el crimen organizado sobre las instituciones gubernamentales. El Estado y sus agentes, están implicados y sometidos a las lógicas de la para-economía. Al contrario del discurso impuesto desde Lasso y Carrillo, es el Estado el que está impregnado por el narcotráfico y el crimen organizado; y es la organización popular y los movimientos sociales, quienes logran articularse para resistir a estas lógicas perversas del capitalismo.
Las economías ilícitas son un elemento constitutivo del capitalismo. Recordemos que en los años 20s del siglo pasado la economía deprimida de los centros se sostuvo gracias al dinero del tráfico de alcohol y el opio, que lograba inyectar grandes cantidades de circulante. Así mismo, en la crisis generalizada del 2008, el dinero del tráfico de cocaína logró sostener la economía mundial. El capital del narcotráfico, el tráfico de armas y personas necesariamente se tiene que lavar: el boom en la industria inmobiliaria en México, Colombia, Ecuador y Estados Unidos es un ejemplo adecuado, así como el sector importador-exportador y las maquilas. En este sentido, sostener que el crimen organizado es un fenómeno ajeno a las lógicas del capitalismo es desconocer la relación histórica entre esté y la acumulación capitalista. El reciente escándalo de los narco generales es un ejemplo palpable de esta relación ineludible. Así como la relación entre el narco-paramilitarismo con Uribe Vélez -buen amigo de Lasso- en Colombia, Peña Nieto en México, Vladimiro Montesinos en Perú y Mauricio Funes en El Salvador.
Una de las lógicas fundamentales del Estado burgués, es el sostenimiento de las poblaciones mediante la cooperación y complementación con las economías ilícitas: el narcotráfico y el crimen organizado. Recordemos también que el Estado es el instrumento de clase por excelencia, porque garantiza desde todas sus instituciones, la acumulación de capital para la clase burguesa. En las lógicas pérfidas del capitalismo, la burguesía se conforma precisamente por “gente de bien”, que históricamente ha logrado acumular capital a costa del esclavismo que implica el tráfico de personas, la desposesión de tierras por medio de la colonización, la explotación laboral y por supuesto el tráfico de sustancias y armas. En este sentido, la línea que divide la legalidad de la ilegalidad no existe para la burguesía, todo lo contrario: la ética capitalista premia la perversidad del crimen organizado. Es en el crimen organizado que se expresan en su más pura brutalidad los mandatos del libre mercado.
Sin embargo, la relación entre el crimen organizado y el Estado sobrepasan los márgenes de la economía. Históricamente la capacidad de imprimir horror que tiene el crimen organizado, ha sido utilizada por el Estado para controlar la organización popular. Es a partir de estas lógicas hermanadas que se han planteado los conceptos de narco-Estado y para-Estado. Como todos los mecanismos de explotación-opresión-cosificación de capitalismo, en el neoliberalismo la presencia y poder del crimen organizado se potencializa. Durante la restauración neoliberal, el único instrumento el sostenimiento del dictado del libre mercado es el uso de la violencia más explícita y frontal posible, ejercida tanto desde el Estado, como desde el crimen organizado. El terror se convierte en un instrumento elemental para el control poblacional: con la criminalización y persecución a la protesta y la pobreza -Estado-, así como desde el control territorial por parte del crimen organizado -para-Estado-. La necropolítica se convierte en el eje fundacional del momento histórico actual: permitir la muerte como mecanismo de sometimiento.
Uno de los principales aprendizajes de la ultraderecha, tras la efímera e insignificante década y media de progresismo institucionalizado en América Latina, es que los procesos organizativos deben ser asfixiados antes de su constitución. Así, la más reciente de las estrategias contrainsurgentes se desarrolló con el estallido social chileno: “la revolución molecular disipada”, concepto ideado por neofascista chileno Alexis López. Esta táctica anticomunista fundada en los dispositivos represivos del Estado burgués y aupada por el imperialismo yanqui, se esparció a la par de las revueltas en el continente, justificando la brutalidad policial. Ante un inminente refortalecimiento de la organización de la clase trabajadora y el pueblo en contra de las políticas de austeridad y dictado de libre mercado, el Estado burgués se encuentra profesionalizando los aparatos represivos, para la imposición más cruenta y despiadada del neoliberalismo por sobre la vida, así como facilita la proliferación del crimen organizado.
En este momento histórico, el Ecuador se asemeja a paralelas próximas de los narco-Estados de Colombia y México, laboratorios neoliberales contrainsurgentes y centrales de la producción y tráfico de drogas ilícitas. Cuando a finales de los años 90s se imponía el Plan Colombia, esta guerra antipopular se perfiló como la punta de la espada de la “guerra contra las drogas” propagada por EE.UU., como justificante para perpetrar injerencia imperialista en la región, asesinando a decenas de miles de personas. La escalada de violencia -dentro y fuera de las cárceles- corresponde a una estrategia de la imposición más burda y desenfrenada de la maquinaria de muerte neoliberal: el sostenimiento del sistema capitalista por medio del Estado policial, facultado y aupado por el crimen organizado como elemento transgresor aliado a las lógicas sistémicas y a la burguesía. No nos equivoquemos: el propio sistema se sostiene gracias a su estrecha cooperación con el narcotráfico, el crimen organizado y las redes ilícitas de sostenimiento de la acumulación capitalista.
Cuando mata el narco, indirectamente también mata el Estado.