Límites y alcances de la democracia burguesa en América
Ante la victoria electoral de Luis Arce y el MAS en Bolivia el pasado 18 de octubre, y la derrota del republicano Donald Trump en Estados Unidos por el partido demócrata, encabezado por Joe Biden; se plantean una serie de incógnitas y posibles conclusiones para América Latina y el Ecuador. ¿Nos encontramos ante un momento de inflexión política y el comienzo de un nuevo ciclo progresista en el continente? ¿Cuáles serían las implicaciones políticas de tal giro? ¿Qué se puede esperar de los nuevos gobiernos a nivel continental?
Las alas progresistas y liberales del continente se encuentran celebrando -parcialmente- el retorno de un estatus quo progresista. El ciclo de restauración neoliberal de los últimos años, parecería llegar a su fin, comenzando con la victoria electoral de Andrés Manuel López Obrador en México en 2018 y Alberto Fernández en Argentina en 2019. A estos le siguió Luis Arce en Bolivia, el cual vuelve a restaurar el orden democrático burgués, interrumpido por el golpe de Estado oligarca del 10 de noviembre de 2019, el cual impuso en el poder a la dictadora saliente, Jeanine Áñez. Estados Unidos se despidió de un periodo caracterizado por una regresión de derechos y un discurso oficial que permitió el resurgimiento de una ideología fascistoide en el poder político y social. La próxima contienda electoral se librará en Ecuador en tan solo tres meses, el 7 de febrero de 2021. Tal parecería que vuelve a inaugurarse un ciclo en el cual bien podrían destacar los gobiernos progresistas en la región.
Con la victoria de Biden en Estados Unidos, poco o nada cambiará en cuanto a la línea política exterior estadounidense. Aunque ciertos análisis plantearon que durante el periodo de Trump, EE.UU. se destacó por no iniciar una nueva guerra, esta conclusión parecería ser apresurada. En realidad EE.UU. pasó de sus características incursiones militares directas, a destacarse por la implementación de guerras de baja intensidad, protagonizadas por mercenarios, presidentes autoproclamados y golpes de Estado. Entre estos constan tanto los continuos intentos de desestabilización e injerencia en la Venezuela bolivariana, como el golpe de Estado en Bolivia. Ambos fueron ideados y realizados con el apoyo de agencias de inteligencia estadounidenses, con la complicidad de las oligarquías locales de cada país.
Sería un error caer en la ingenua asunción de que el imperialismo estadounidense y la ultra derecha continental permitan cualquier avance político, incluso los pregonados por los progresismos latinoamericanos, encabezados por el momento por Arce en Bolivia, Fernández en Argentina, López Obrador en México y posiblemente por Arauz en Ecuador. El imperialismo de Estados Unidos no cambiará por el simple hecho de un cambio de mando. El interés estratégico y la política de Estado de EE.UU. a lo largo de la historia, resta en la colaboración con las oligarquías locales latinoamericanas y los grupos de poder político y económico pertenecientes a la ultra derecha.
A estos elementos se suma el creciente poder de la variante política del evangelismo, el credo de mayor crecimiento en el continente en las últimas décadas. Este último pregona un conservadurismo, en el cual pretenden luchar en contra de lo que denominan comunismo y castro chavismo, con el ejemplo de Bolsonaro en Brasil. Este discurso descontextualizado del conservadurismo evangélico, ha logrado incluso que lxs derechistas Biden y Harris ,sean denominadxs como “socialistas”, acusándolxs de pretender “convertir a EE.UU. en una nueva Venezuela”.
El poder político popular que parece haberse reestablecido en Bolivia con la victoria de Arce, necesariamente tiene que materializarse en la unidad política e ideológica del pueblo, más allá de la toma del poder de las instituciones democrático-burguesas. El poder popular debe exceder el proceso democrático burgués, anclándose en la lucha de clases como el motor de la historia y formando un frente ideológico anti hegemónico, el cual sobrepase la lógica democrática de la toma del poder del Estado. El reciente atentado a la sede del MAS en La Paz, a pocas horas de la posesión de Arce como Presidente de Bolivia es el perfecto ejemplo de las intenciones de las oligarquías latinoamericanas, que falsamente pregonan la democracia como valor.
Los recientes gobiernos de Fernández en Argentina y López Obrador en México, bien podrían representar un nuevo ciclo progresista en la región, mucho mas conservador que el anterior y mucho más cuidadoso en no molestar demasiado a las oligarquías locales. Ambos gobiernos se caracterizan por la carencia de proyectos antiimperialistas ni antineoliberales, tanto en un plano nacional como regional, y presentan alianzas con sectores ultra conservadores. En el caso de Argentina, se destaca por un recrudecimiento de la violencia estatal por la criminalización a la pobreza, además de un colaboracionismo con los organismos crediticios multilaterales, ante todos el FMI y el Banco Mundial. En la región, tomando a México y Argentina como referentes, y el fin de los altos precios de materias primas, se prevé un nuevo ciclo progresista que se caracterizaría por un mayor conservadurismo en lo político, económico y social.
Indudablemente, una victoria formal de los progresismos en las urnas, no es condición suficiente para que se planteen proyectos antineoliberales, antiimperialistas, antipatriarcales y anticoloniales desde los movimientos sociales. La organización popular y la lucha de clases a lo largo y ancho del continente, tiene que sostenerse en cada territorio. La organización popular precisa sobrepasar los mecanismos electorales de la democracia burguesa, para materializarse de forma efectiva en el tejido social. El movimiento Black Lives Matter y la izquierda revolucionaria en EE.UU. lo tienen bastante claro: ahora que Trump perdió la reelección, las nuevas figuras a combatir pasan a ser las de Joe Biden y Kamala Harris. La lucha de clases estremece a América Latina y al mundo, se plasma en trincheras locales como globales y representa el motor de la historia.
Resulta imperante derrotar al neoliberalismo y la reacción ultraconservadora en las urnas, reconociendo por el otro lado los propios límites que se le imponen a los progresismos y a la democracia burguesa. Estos procesos carecen de sentido estratégico si los mismos no se enmarcan en un frente que reconozca la necesidad de una transformación estructural, deviniendo en una derrota definitiva del capitalismo por medio de las clases populares. Una vez más, el único que puede salvar al pueblo es y será el propio pueblo.