“Fue hace más de 500 años”, reactualizando la invasión
“Fue hace más de 500 años” es una de las frases más ofensivas que escucho cada 12 de octubre. Y, casi siempre, viene acompañada de un susurro con aliento de púlpito y sahumerio que dice “no vivamos en el rencor”. Entonces, cada 12 de octubre yo, como Lola Kiepja, camino al revés, pues es mi modo de recordar. Si caminara hacia delante, podría contar cómo es el olvido[1].
Para quienes reivindicamos nuestra pertenencia a los pueblos que, por vez primera, poblaron el Abya Yala, el ejercicio de la memoria es una obligación cotidiana cuya importancia es exacerbada en fechas como esta. No es recordar como uno recuerda al familiar querido que partió al Uku Pacha. No es lamentarse por aquello que fue y entender que Taytiku Dios tiene misteriosos propósitos en su plan infinito que nos superan. Recordar es volver a mirar la cicatriz que la Conquista ha dejado en nuestro ser individual y colectivo. Quijano nos hizo entender que aunque la Colonia terminó, la estructura de poder racializada perduró en lo que él llama la colonialidad del poder y del ser. Aquello que fue hace más de 500 años, ha tenido todo ese tiempo para mutar y seguir existiendo.
El Estado-nación blanco burgués de la Ilustración europea que las nacientes repúblicas latinoamericanas quisieron sembrar excluyó al indígena y a la mujer, no se diga a la mujer indígena. El Estado Plurinacional, reconocido desde finales de la década de los 90 ha pasado de una definición multicultural de la diferencia que encauza y anula el conflicto a un reconocimiento de la diversidad que no se refleja en la política pública ni en la representatividad de los pueblos indígenas y las mujeres indígenas en los cargos de elección popular o de designación política. El Nuevo Mundo enviaba indios, animales y plantas para la contemplación ociosa y el disfrute de los blancos europeos. La sociedad ecuatoriana de hoy en día usa pintorescas imágenes de las mujeres y hombres campesinos e indígenas en los vídeos y afiches de promoción turística de las fiestas locales. El blanco y el mestizo bailan con los lugareños en las fiestas populares pero lo cool y lo in tienen poco que ver con lo popular y lo indígena. Es la experiencia de lo auténtico por la rareza de su práctica lo que es cool pero no la convivencia con la diferencia. En la Hacienda de otrora los criollos vejaron los cuerpos de las mujeres indígenas y aparecieron hijas e hijos futuras malinches y futuros viracochas. Esto último continúa bajo otros nombres y con la misma impunidad al haber un Estado que poco hace por ampliar los derechos de las mujeres, independientemente de su pertenencia étnica.
Como kichwa, sumo mi voz de resistencia y denuncia frente a todas las formas, pasadas y presentes, de opresión racializada que sofocan la mera supervivencia y la continuidad cultural de pueblos enteros. La Colonia, en nombre de una raza que biologizó un proyecto económico despojó a los indios de su inteligencia, dignidad y humanidad lo que posibilitó la explotación de una mano de obra gratuita con la respectiva transferencia del plusvalor hacia las metrópolis europeas bien pensantes y, luego, hacia las élites bienhechoras de las sociedades coloniales. Como mujer kichwa, sin embargo, esa lectura se deforma teleidoscópicamente. Por un lado, a la violencia racista se suma la violencia de género ambas perpetuadas por el invasor. Por otro lado, se desfigura la imagen de un mundo precolombino a la imagen del buen salvaje en el que la violencia de género no tendría cabida. Pero, además, interpela al movimiento feminista que ha pasado por alto las especificidades de las mujeres indígenas y de color.
Si para el colonizador el varón indígena fue la negación de lo humano, la mujer indígena fue la negación de la negación[2], ocupó un lugar sin nombre que legitimó el abuso del que fue objeto y que fundamentó el lugar social en el cual está confinada, hoy. Pero, en esta lectura, resulta fácil afirmar – y muchos, indígenas o no, lo hacen – que la opresión de género (y su antídoto, la lucha feminista) es una invención de Occidente y la lucha anticolonial desautoriza a ambas. Sin embargo, desde los feminismos disidentes,[3] algunas mujeres han llamado la atención sobre la coincidencia entre un patriarcado ancestral y un patriarcado moderno como condición de posibilidad para el desarrollo del segundo. Y es que los privilegios que vemos en los varones indígenas abonan a la pertinencia de esta hipótesis. Finalmente y, en el fondo, con el ánimo de consolidar al movimiento feminista internacional, complejizando su definición y planteándonos como sujeto histórico colectivo, reiteramos la necesidad de incorporar la variable de raza en el análisis y la construcción de un feminismo plural.
Anticipo la indignación que puede generar una pincelada tan gruesa como “la sociedad ecuatoriana” o “el blanco y el mestizo” o “los hombres y las mujeres indígenas”. Desde la subalternidad, desde las opresiones que se interseccionan (K. Crenshaw) en mi cuerpo y en mi ser, desde las contradicciones que habitan mi identidad reivindicada primero con timidez y luego con la rabia de la inevitabilidad de la lucha ante la injusticia y el dolor, digo que mi voz no busca generalizar sino interpelar, mi mirada no quiere homogeneizar sino resaltar los relieves porque mi lucha es y no es, a la vez, la de las mujeres y los cuerpos feminizados del mundo.
[1] Kiepja L., en Karen Bidaseca: Primeras exhalaciones. Políticas de la memoria, genealogías coloniales y “Tercer Feminismo” En Revista electrónica del Instituto de Altos Estudios Sociales de la Universidad Nacional de General San Martín. Editorial: Papeles de Trabajo, Año 6, N° 10, pp. 30-45, Buenos Aires.
[2] Lugones, M. (2001), Hacia un feminismo descolonial, en La manzana de la discordia, Vol. 6, No. 2, pp. 105-119.
[3] Ver por ejemplo la noción de “entronque patriarcal” o la reflexión en torno a un “patriarcado ancestral originario” de la feminista comunitaria Lorena Cabnal.