Relocalización de la mano de obra, relocalización de la subjetividad (I)
La vieja discusión sobre las brechas entre el campo y la ciudad mantiene su vigencia intacta en la actualidad, permitiéndonos comprender múltiples aspectos de las dinámicas de explotación y desposesión capitalistas. En dos de sus libros, Agustín Cueva analiza el desarrollo del capitalismo en América Latina y Ecuador. Posteriormente, Alberto Acosta reinterpreta las tesis de Cueva, alimentándolas con datos sobre la localización de la mano de obra y cómo la misma ha sido resituada.
Gracias a estos análisis podemos entender la abolición de la esclavitud, no como el respeto a los derechos humanos por parte del gobierno de José María Urbina (1851), sino como un movimiento político que permitía fortalecer el creciente capital económico de las clases dominantes costeñas mediante la liberación de mano de obra barata, antes ubicada en los latifundios serranos, que podría ser integrada bajo el mecanismo del salario en procesos de acumulación de la riqueza basados en la agroexportación. Así es como nace el jornalero pagado, quien es una doble víctima pues no sólo su sueldo se destina al consumo de productos importados por los mismos patrones, sino que tampoco le garantiza una vida digna.
Esto se ha representado repetidamente dentro de la literatura ecuatoriana. Desde Baldomera (Pareja-Diezcanseco, 2009) hasta Las cruces sobre el agua (Gallegos Lara, 2009) son muestras de cómo lxs indígenas que viajan A la costa (Martínez, 1984) fueron relocalizados desde un modelo de producción que tenía como centro el huasipungo (feudalismo) hacia otros modelos. Lxs indígenas que migran no son emprendedores en búsqueda de oportunidades: son sujetos a quienes se les negaron sistemáticamente todas las posibilidades, excepto recoger caucho como asalariados en la entonces selva tropical ecuatoriana.
Esta relocalización de la clase trabajadora explotada es una constante histórica, como pueden ilustrarlo distintos instrumentos de las ciencias del Estado, entre ellos las pirámides poblacionales, y es aquí donde la cuestión campo-ciudad vuelve estar en el centro de la discusión.
Los principales procesos migratorios que ha vivido Ecuador se sitúan alrededor de los años 30, 70 y 2000 -vale preguntarse si éstos no persisten hoy por hoy-, aunque ciertamente comunidades enteras se han trasladado en diferentes momentos de acuerdo con sus contextos: sequías, crisis económicas, entre otros. La migración se ha direccionado hacia las grandes ciudades de Ecuador como Quito y Guayaquil, pero también hacia metrópolis industriales y post industriales ubicadas en Europa y Estados Unidos.
De esta manera, mientas las ciudades locales y globales crecen, la población ubicada en el campo mengua. Es así como en 1960 la población rural en Ecuador representaba el 66%, reduciéndose a casi la mitad en 2020 (36%), de acuerdo con datos del Banco Interamericano de Desarrollo (2022).
David Harvey, geógrafo que desentraña a la ciudad como un dispositivo de desigualdad del capitalismo, sostiene que la relocalización desde el campo a los centros urbanos ha permitido ejercer una continua desposesión de los recursos de las clases populares. Así, entendemos que la acumulación de riqueza de la que se habla desde el marxismo es un movimiento continuo, que se produce únicamente despojando a otros de su trabajo, sus tierras y sus recursos, por pequeños o grandes que éstos sean. En el caso ecuatoriano, debe sumarse además la perversa y sistemática racialización que ha marcado estas desposesiones.
La primera desposesión es agraria. Un ejemplo reciente lo encontramos en las protestas de junio, encabezadas por el Movimiento Indígena, que revelaron que la total disfuncionalidad del actual sistema de comercio agrario. El cálculo es simple, como bien lo expresa un comunero de la sierra central: para cultivar una hectárea de papa se necesita, como mínimo, un quintal de úrea que cuesta 40 dólares. Se requiere también de un tractor que are la tierra dos veces, el cual supone 200 dólares más. Adicionalmente, deben considerarse otros insumos y actividades como insecticidas, riego y la mano de obra que siembre debe tomarse en cuenta. Sin embargo, de esa hectárea sembrada se obtienen entre 20 y 30 quintales que se compran a 10 dólares. Simplemente los cálculos no resultan: los campesinos están desposeídos y la migración empieza a aparecer como una opción.
La segunda desposesión es urbana. En el caso de ciudades como Quito o Guayaquil, los barrios de la periferia están llenos de migrantes internos y externos, personas que ocupan los trabajos peor remunerados y con frecuencia estiran sus ingresos para llegar a fin de mes, o bien dependen exclusivamente de economía de subsistencia. A cambio de este trabajo, generalmente poco especializado y estructurado a través de lógicas de explotación, las empresas llenan sus bolsillos.
No sólo las empresas ganan con esta desposesión. Las ciudades se fundan en procesos profundamente desiguales. ¿Quiénes rellenaron los pantanos de Guayaquil? ¿Quiénes viven rellenando las quebradas en Quito? Han sido siempre los sectores populares, que viven bajo el riesgo permanente de ser desplazados si estas tierras son objeto de nuevas y probables codicias. Aún hoy hay proyectos que producen ese tipo de desplazamiento. No podemos olvidar el caso de la calle la Ronda en Quito, considerada un sitio inseguro y peligroso hasta que el Municipio, con la varita de la desposesión, instaló una serie de discotecas para las clases medias asalariadas.
La tercera desposesión es subjetiva. Si bien este es un campo que apenas se comienza a elaborar, nos permitimos adelantarlo aquí. La relocalización de la mano de obra crea una nueva subjetividad en las clases populares, quienes transitan desde matrices agrarias hacia colectivos urbanos. Muchas veces este fenómeno es cruelmente malinterpretado desde un esencialismo moralizante, negándole a las comunidades indígenas (fundamentalmente) incluso la opción de transformar sus modos de vida y, más allá todavía, reinventar sus identidades, eternizándolas en una supuesta, y gravemente discriminatoria, pureza identitaria. “Recomiéndeles que se queden en sus páramos”, dijo miserablemente Jaime Nebot en 2019.
Pregunta: ¿qué harían ustedes sin con aquello que siembran o con los animales que crían apenas les alcanza para comer?
La relocalización de la mano de obra no sólo requiere del traslado de las personas, sino de una serie de mecanismos a partir de los cuales se produzca una subjetividad que articule las nuevas condiciones materiales de los sujetos con su comportamiento. Al recibir por su trabajo únicamente un salario, los ex huasipungueros de la costa se alejaban cada vez más de los medios de subsistencia (cultivos), cambiando radicalmente el vínculo subjetivo con su realidad, y permitiendo en el camino el nacimiento de un pujante comercio de materias importadas desde los más diversos rincones del mundo.
Hay que analizar las subjetividades surgidas de estos traslados. En muchos casos hablamos de comunidades completas. Así es como nacen en las periferias urbanas asentamientos que se identifican con un sector o provincia específicos. Estos asentamientos fueron y son el producto histórico de los desplazamientos del sector más vulnerado y explotado de clase trabajadora. Recordemos nuevamente que, en el contexto del paro, los medios de comunicación afirmaban una y otra vez que “ya venían los indígenas”, pero los indígenas están aquí desde que se fundó la república.