Megaminería: otro capítulo de un mismo cuento
Desde hace un par de años, Imbabura se ha convertido en un centro de operación de minería ilegal, denominado por el Gobierno como un lugar en el cual predomina la delincuencia organizada, la misma que es posible debido a su amparo y corrupción interna. Asentamientos como La Vicera, La Mina Vieja, La Mina Nueva y la Ciudad de Plástico se han convertido en el hogar de miles de minerxs, que en precarias condiciones labores y humanas, buscan explotar la mina en para mejorar sus condiciones económicas.
A partir de que se hizo público que en Imbabura se encuentra una de las minas más grandes en plata, oro y cobre, la minera ilegal se ha asentado en la zona, trayendo consigo grupos armados, explotación laboral y sexual, entre otros males propios de esta práctica. Sin duda, la situación actual en la parroquia de Buenos Aires y la temática de la minería ilegal se han tomado las primeras planas de los medios, y este tema es hoy por hoy una prioridad del Estado. El pasado 1 de Julio, el Presidente Lenin Moreno declaraba en estado de excepción a la parroquia de Buenos Aires. En su afán de atacar el problema de raíz, el Gobierno dispuso a aproximadamente 3000 uniformados – entre policías, militares y fiscales- en la zona. Las autoridades se han dedicado a desalojar a los asentamientos y minas que vienen funcionando desde el 2017, dejando en la calle y la incertidumbre a miles de familias.
“Donde hay minerales, habrá minería”, mencionaba ya el Vicepresidente Otto Sonnenholzner el pasado 5 de junio, y Buenos Aires no es la excepción. En el discurso en contra de la minera ilegal, el Estado se proclama como el salvador de la naturaleza y sus riquezas, como impulsor de seguridad ciudadana y del orden social, y como defensor de la soberanía ecuatoriana, pero todo en afán de legitimar la megaminería, esa minería a gran escala que promete desarrollo para el país, cosa que nunca ha sido. Sin duda, en Buenos Aires la minería ilegal ha conllevado a devastadoras repercusiones ambientales y sociales, pero el verdadero problema no son los asentamientos y la minería a pequeña escala. Mediante la constante difamación y el ataque mediático contra la minería ilegal, el gobierno busca legitimar las 275 concesiones mineras hasta ahora otorgadas a multinacionales extranjeras, justificando esta decisión bajo el lema del desarrollo, del progreso, de la abundancia. Simultáneamente, se pretende disfrazar a dichas empresas y sus acciones como inofensivas a la naturaleza y presentarlas más bien como generadoras de capital, de beneficios, de un futuro económico exitoso y prospero.
Mientras tanto, la incursión de mineras extranjeras en la esfera política y social al igual que en el territorio ha ocasionado los ya tradicionales males de esta práctica. La violencia es legitimada por el Estado, el cual permite el saqueo de recursos, la contaminación atroz de la tierra y sus fuentes de vida, mismo Estado que impone, defiende y legitíma con violencia las exigencias de multinacionales extranjeras, subastándolo en bandeja de oro. A nivel nacional existen cuatro proyectos mineros de gran escala, algunos operando y otros en proceso. Cascabel y Llurimagua en Imbabura, Fruta del Norte y Mirador en Zamora Chinchipe, que se presentan como lugares determinados para la explotación minera, para sembrar miseria en la tierra y en comunidades que resisten frente a la arremetida minera. Con una concesión en Rio Blanco y Loma Larga en Azuay, y sumando la futura explotación de anteriores proyectos, la meta del Gobierno es recaudar un ingreso de 1.800 millones de dólares solo en el año 2021.
La realidad americana ha sido un punto de partida para diversas tesis sociales, económicas, filosóficas y políticas impuestas por el viejo continente. El norte global, desde su expansión colonial tanto en África como en América, ha creado una especie de microscopio enfocado en describir minuciosamente las realidades de tierras lejanas, en las cuales los regímenes coloniales veían prosperidad debido a dos factores claves: el régimen esclavista que ejercía en la época, y la deslumbrante cantidad de naturaleza y de recursos que se encuentran debajo de la tierra, de los cerros, de las montañas.
El mismo filósofo alemán Friedrich Hegel describiría a América Latina como un continente ahistórico, plagado de diversidad natural en estado puro, de deslumbrante geografía, de fauna y flora vehemente, singular y salvaje. Paralelamente, atribuía un carácter de inferioridad a las sociedades americanas a causa de vivir en ese estado natural, es decir, ligando tal inferioridad con el hecho de no haberse sobrepuesto o dominado a la naturaleza, de no haberle apostado al tal desarrollo del espíritu y de la conciencia europea, de no haberse “civilizado” a través de la formación de un Estado o instituciones sociales tradicionales, de simplemente ser diferentes. Por su parte, Humboldt logró imponer otra visión sobre el continente, resaltando lo majestuoso de los altos cerros o de los calurosos trópicos y enalteciendo el mito de la infinita abundancia de recursos representada por la naturaleza, como si fuera inagotable (Svampa 2016). La riqueza natural americana fue categorizada entonces mediante perspectivas racistas y escencialistas por Hegel, mientras que Humboldt se enfocó en romantizarla, en proyectar su grandeza. Para el norte y el eurocentrismo, la naturaleza ha sido nuestra condena, y al mismo tiempo, nuestro mayor tesoro.
Continuamente y en diferentes contextos históricos y socioeconómicos, la naturaleza y sus recursos han sido uno de los ejes principales de la expansión del capitalismo. No se olvide a Potosí y a la mina de plata Cerro Rico, que fue explotada durante décadas, siempre bajo la premisa de que su riqueza es inagotable. La mina, desde entonces, se ha convertido en sinónimo de muerte, de desolación, de marginación, todo lo contrario a lo prometido bajo el chiste del progreso a raíz de la explotación de la tierra. Lo mismo ocurrió con el boom del petróleo, para muchxs sinónimo por excelencia de tal progreso, pero en realidad lo ha sido de contaminación, enfermedad, desplazamiento, violencia, discriminación, de disputa y de injerencia multinacional.
Detrás de los paradigmas de civilización y progreso, llega el falso paradigma del desarrollo, moldeado desde afuera, marcando una clara división económica, política, social e inclusive cultural; el desarrollo-subdesarollo del mundo, perspectiva que implantó el antagonismo entre el centro global y las denominada periferas. El término desarrollo, acuñado primeramente por el ex presidente norteamericano Harry Truman en 1949, tuvo un impacto no solo discursivo sino simbólico dentro de las realidades latinoamericanas. “Así, mientras el subdesarrollo, - en el cual vivían cerca de mil millones de personas- se volvió una condición indigna de la cual había que escapar, el desarrollo se tornó en un valor universal, homogéneo, el gran objetivo de deseo y la nueva mitología de Occidente” (Svampa 2016 citando a Esteva, 1996). Bajo esa misma premisa y discípulo de tal mitología, el Estado ecuatoriano continúa apostándole al saqueo inmesurado de recursos renovables y no renovables, marcando una frontera entre el bien y el mal: la minera ilegal frente a la supuesta minería responsable, limpia, de beneficio común para todxs lxs ecuatorianxs.
La resistencia frente a proyectos megamineros continúa floreciendo, como lo representan lxs Guardianes del Agua en Rio Blanco o miles de comunidades en América Latina. El norte, desde entonces se equivocó. La naturaleza es y será nuestro mayor tesoro, mientras que el capitalismo y su violencia sistemática contra la tierra y la vida, nuestra peor condena.