Los primeros afectos del Tartuelas: un niño y su masculinidad
En mi niñez mi vida fue un tobogán de emociones debido a los sagrados mandamientos de las relaciones patriarcales típicas de la familia católica, apostólica y romana; los cuales abandoné desde mis primeros años de existencia. Las peleas, riñas y tormentosas discusiones de mi padre y mi madre parecían no tener fin y, muchas de las veces, me condenaban a largos episodios de zozobra y confusión. Sin embargo, con suerte para mí, la vida de un niño no se sujeta a las difusas relaciones familiares donde la socialización es vertical, represiva y reduccionista -por lo menos para mí así lo fue-. El mundo de un niño o niña es aún más grande que el mismo universo y sus leyes físicas, gracias a eso pude encontrar resquicios de amor y ternura contundente y estructurante. En adelante relataré hechos vinculados a los diversos afectos que construyeron en mí una masculinidad dulce, tierna y transparente; por la cual lucho diariamente.
Uno de los primeros afectos que me marcaron de niñx fue el apodo que con cariño me puso mi abuelo: el Tartuelas. Cuando a mi abuelo le preguntaban por el significado de este sobrenombre, decía que no sabía cuál era y que poco le importaba; el argumentaba que era un apodo lindo digno de un nieto como yo. Entonces cada vez que el me llamaba Tartuelas, la dulzura y la ternura me embriagaban y yo sonreía infinitamente. Aquellas palabras de mi abuelo se convirtieron en una misión revolucionaria como parte de una conciencia de clase pensada desde los términos emocionales y de construcción de una forma diferente de ser hombre: una dulce y tierna. Lastimosamente este nombre desapareció cuando mi abuelito partió al cielo, pero hasta ahora tengo los recuerdos de sus palabras que son de los primeros acercamientos hacia la dulzura, la ternura, es decir, a un cariño estructurado y sólido.
En mi escuela conocí a un sinfín de niños y niñas que conseguían varias sonrisas en mí y, también, pequeñas peleas. Jugaba al fútbol, me gustaba pintar, iba a clases de música por las tardes y también, particularmente, me gustaba mucho más pasar con mis amigas. La forma de jugar de mis pequeñas amigas era muy distinta a la de los hombres con quienes, generalmente, todo giraba alrededor del fútbol y riñas. Además, por la tarde pasaba con mis primos quienes eran mis amigos varones por lo que en la escuela compartía el mayor tiempo con mis compañeras. Cuando compartía el recreo con mis amigas la consigna era ir a escondernos debajo de unas gradas de la escuela para compartir la comida que traíamos y también elucubrábamos acerca de cómo íbamos a ser de grandes. Cabe recalcar que al único niño que le permitía el acceso a ese espacio era a mí y me habían hecho jurar que nunca le diría a nadie de este lugar donde nos escondíamos durante los recreos. Ese secreto lo guardo hasta ahora como el más preciado de los tesoros.
Por todo esto, puedo decir que nunca jugué a los carros o con muñecos de guerra porque pasaba con mis amigas. Un día mis amigos se enteraron de que yo asistía a estas reuniones con las niñas del curso con lo cual los apodos de afeminado fueron los primeros hechos de violencia a los que me enfrenté -sabemos que para el patriarcado ser mujer o niña es una degradación-. Sin embargo, ese espacio para mi había sido un lugar de calidez y cariño muy distinto al que había experimentado jamás. La masculinidad en mi en aquel momento se basaba en una frase que mi abuelo me recordaba a diario: “a las mujeres no se les topa ni con el pétalo de una rosa”. Desde mi inocencia, y también en función del secreto que guardaba con mis amigas, pensaba que aquella frase implicaba un pacto de protección mutuo entre ellas y yo; porque en efecto si yo no hago daño y soy dulce, por ende, las demás personas probablemente tengan la misma actitud conmigo. Varias veces me defendieron de los alegatos y reproches de los varones del curso que me acusaron de ser un “mariquita”, con eso entendí que el verdadero cariño de un grupo implica entender una relación de clase en conjunto con las construcciones culturales, de género, y otras. Implica un acuerdo común que puede guiar nuestras vidas y tiene un nombre concreto: conciencia de clase. Entonces ser hombre para mi era estar por encima de aquella frase, ser consciente de mis sentimientos y tratar de manejarlos de la manera más adecuada. Nunca la opción debía ser un acto de violencia contra ningunx de mis camaradxs, peor de dominación.
El mayor de los juegos con ellas era precisamente soñar en qué trabajaríamos; dónde íbamos a vivir; cuántos perritxs y gatitxs vivirían con nosotrxs; en fin, el juego con las niñas era imaginar infinitamente sin parar hasta que el timbre del recreo nos obligaba a regresar a las clases. Claramente pensábamos que la vida adulta iba a ser divertida y hablábamos de las cosas de trabajo de nuestras familias sin entender lo complejo del asunto; y lo esclavizante por supuesto. En esos momentos cualquier crisis que había vivido con mi familia era insignificante al valor que tenía este pequeño mundo que habíamos construido con las niñas. Este fue otro de los primeros espacios de afecto a los que pertenecí y que aporté a construir con aquellas niñas con las que compartía los recreos. Aquel juego de imaginar nuestra vida futura implicaba un pequeño resquicio frente a todos los tormentosos episodios que había vivido junto a mi familia.
Cuando tenía unos 8 años recuerdo que había una niña en especial con quien me gustaba compartir la mayor parte de mi tiempo. Las veces que no estábamos con el grupo grande solíamos fugarnos a la caja de arena para jugar. Recuerdo que una de las cosas que más me gustaba era jugar con ella con un pequeño tren de madera porque era el juguete más bonito de la escuela. Juntos imaginábamos que ese tren nos llevaría a la playa para jugar en el mar y con la arena. Recuerdo que a mi mamá solo le hablaba de esta niña y todo lo que hacíamos juntos porque realmente nos llevábamos bien. Mi madre un día me dijo que aquella niña me gustaba, pero no le entendí. Eso de gustar de una persona era un lenguaje ininteligible para mí, sin embargo, desde mi inocencia pensé que consistía en encontrar a alguien con ciertas afinidades en común para poder reír y, también, llorar cuando se necesite. En fin, el afecto para mi era la posibilidad de jugar a un sinfín de viajes fantásticos en trenes hacia un espacio donde la violencia y aquella forma de ser hombre permeada por la rigidez y los mandatos, no era posible.
Recuerdo que un día que salimos con mi familia a un restaurante me encontré con ella. Cuando la vi de lejos sentí los nervios que implican cargar con aquellas mágicas mariposas que se crean por los afectos que traemos en nuestros corazones. En seguida me quedé petrificado y no quise pasar de la puerta principal del lugar, mi mamá me insistía que entrara sin entender que estaba yo en medio de una crisis emocional. Cuando entramos mis padres y los suyos se vieron consiguiendo que saluden instantáneamente con lo cual mis nervios se desarmaron. La única reacción posible para mí fue quedarme callado y escondido detrás de las piernas de mi madre, mientras mi papá saludaba con todxs. Al momento de saludar mi voz desapareció y a duras penas alcancé a decir “hola”, porque cuando la tuve que saludar a ella una emoción muy extraña me había embargado. Al ver mi reacción y la de la pequeña niña, nuestrxs padres y madres se rieron a borbotones porque se dieron cuenta de los nervios que teníamos ambos. Desde aquel día mi madre me dijo que esa pequeña niña había significado la primera vez que yo me enamoraba.
Para esas épocas para mi enamorarse era una idea confusa por lo poco que había visto en la televisión acerca del tema; yo lo entendía como que las personas enamoradas eran aquellas que se compraban un auto y una casa juntas para tener sus perritxs y gatitxs. Por otro lado, también a diario veía las discusiones y peleas de mi familia por lo que pensaba que enamorarse era encontrar alguien para pelear. No entendía aquel sentimiento que quizás ya existía en mí porque siempre hablaba solo de esa niña y cuando la veía en clases conseguía sacarme unas sonrisas. En esa época una cosa si quedó muy clara, y es que mi masculinidad, consistía en poder amar bajo términos armoniosos y de dulzura; aprendí que amar era jugar con un pequeño tren de madera junto a la niña que conseguía todas mis sonrisas para fantasear que algún día emprenderíamos viajes interminables.
Mi relación con las niñas siempre marcó una diferencia en mi vida, puesto que por las dinámicas escolares los espacios entre varones y mujeres siempre son muy marcados por patrones de conducta para cada género -roles-. Las filas de niñas y niños, las clases de educación física con un profesor para los varoncitos y una profesora para las mujercitas; el azul para los niños y el rosa para las niñas; todos estos elementos generan un deber ser único que no permite encontrarnos entre y en los diversos mundos que acarreamos. Una masculinidad disidente surge de la interacción constante con la otredad y reconocer que la conciencia de clase debe prestar atención a todas las especificidades históricas por las que hemos transitado las personas.
A la semana siguiente en la clase de arte la profesora había diseñado como actividad ver una película que tuvo una escena que nos marcó a ambos. Allí un chico y una chica se daban un beso lo cual llamó la atención de toda la clase generando risas y pequeños comentarios entre todos lxs niñxs. Cuando salimos al recreo fui junto a esta niña para un lado del graderío de la escuela que tenía un pequeño escondite y ahí le comenté de esta escena y que me había impactado. Ella me dijo que no entendía esto del beso, pero no sé por qué algo nos llamaba la atención a ambos por lo que entre risas y conversaciones decidimos darnos uno.
El primer paso fue juntarnos y ponernos de frente con los ojos cerrados; para luego, acercarnos lentamente y pegar nuestros labios. El sentimiento de ese momento fue muy raro abrí los ojos y ella también, ambos no supimos cómo reaccionar. Nos quedamos callados unos cuantos minutos y de repente sonó el timbre final del recreo para regresar a la clase. Todo ese día pasé callado, incluso cuando llegué a mi casa porque no entendía lo que había pasado. No era una emoción de tristeza o ira la que tenía, sino más bien una suerte de alegría extraña que no me permitía dejar de pensar en ese momento: había descubierto una nueva forma de afecto: una estructurante, sana y reparadora. Al otro día en la escuela nos vimos y volvimos a jugar como siempre ya sin ningún reparo de lo que había pasado. Nunca más nos volvimos a besar, pero si seguimos compartiendo tiempo juntxs y trabajando en grupo en la escuela por lo que fuimos más amigxs desde ese momento.
Sin embargo, algo nuevo había aparecido entre nosotros y es que nos empezamos a escribir pequeñas cartas que nuestrxs amigxs se encargaban de entregarnos. La consigna era leer la carta y responder en el mismo papel, pero una vez que llegábamos a casa, porque lo que decía a veces nos daba vergüenza. Recuerdo que una de las últimas cartas que le entregué, con mucho miedo, por cierto, le había dicho que me parecía muy bonita, frente a lo cual su respuesta, al otro día, fue un abrazo y una de las sonrisas más lindas que jamás vi. Ese beso dio pasó a una suerte de confianza que solo se consigue desde un espacio de seguridad, el cuál nunca estará permeado por la violencia y el dolor. Así una masculinidad disidente implica desarmar las contradicciones del sistema de producción, para redefinirlas y reconfigurarlas, desde una posición que posibilite entender al otrx como una posibilidad para compartir como iguales, lejos de la competencia y la dominación.
Esta amistad duró casi toda la primaria, pero en los últimos años mi papá y mi mamá decidieron cambiarme de escuela porque querían que vaya a la misma a la que había estudiado mi papá. Así tuve que forzosamente separarme de aquella niña que había sido mi mejor amiga. Así conocí por primera vez la tristeza que implica tener que olvidar a alguien. El primer día de clase regresé llorando en el transporte escolar porque tuve una pequeña esperanza de que ella esté en un paralelo distinto al mío, pero no fue así. Pasaron casi dos meses para que me olvide de ella y le dejé de preguntar a mi mamá si sabía algo o si la iba a volver a ver. De esta manera entendí, que al haber seguido los pasos de mi padre como obligación moral y social, implicaba desprenderme de afectos y formas de vida que eran estables; este deber ser absurdo implicaba una forma de ser hombre que no elegí y nunca seré. Me dijeron que seguir los pasos de mi padre era importante porque así yo sería un hombre de bien. Pero en aquella nueva escuela encontré solo un espacio hostil y solitario. Me costó alrededor de 1 año entero construir nuevas amistades y acá los espacios de hombres y mujeres eran mucho mas segmentados. Antes no conocía esta competencia absurda y constante que existe entre los hombres en la que quien insulta más es el que gana, yo siempre estuve en un espacio de cuidado con mis amigas.
Cada vez que pienso en qué implica esto de ser hombre, reflexiono que la revolución debe ser también descubrir y redescubrir la construcción de género que atraviesa a las lógicas de producción y ver cómo hay diversos tipos de afectos que estan estructurados por las contradicciones del mundo capitalista patriarcal; y que esto claramente marca nuestras vidas. También hay afectos que nos generan y generamos dependencia, ante lo cual es casi un aspecto militante el poder reconocer esta situación para poder solucionarla. Por eso desde hace algún tiempo atrás decidí recordar y aferrarme a los momentos en los que la dulzura y el cariño me enseñaron a querer y cuidar como postura subversiva frente a un mundo individualista, competitivo y agreste. Se que no lo logro todos los días, porque el deber ser de un hombre en el capitalismo es el del depredador y ese es el verdadero pecado original; nacemos con la culpa histórica de haber maltratado por eones a nuestras compañeras, hijas, madres y otros hombres. Por lo tanto, desde hoy y para siempre seré el Tartuelas que tuvo al abuelo más lindo del universo y, también, aquel niño al que sus amigas le confiaban sus secretos y su mundo. El capitalismo debe ser combatido con la conciencia de clase y esta, no puede estar desligada de los temas de género, ecológicos, culturales, entre tantos otros más elementos que configuran estas perniciosas lógicas de acumulación. El hombre nuevo tiene que construirse ahora.