Radiografía de la situación de las mujeres rurales en Ecuador
La violencia de género nos afecta a todas las mujeres: a unas de forma más sutil -debido a la naturalización de la violencia dentro de su entorno-, otras, en cambio de forma franca, siendo sobrevivientes de actos violentos, y, lamentablemente, hay víctimas de feminicidios. No obstante, el nivel de vulnerabilidad a la violencia de género está condicionado a la realidad material de nuestras realidades distintas y desiguales. De ahí que, se enfatiza en algunas categorías que están presentes en las interacciones sociales: la clase, la raza, la etnia, la edad, entre otras. Igualmente, otro de los aspectos que nos diferencia y desiguala, es el lugar donde vivimos: sector urbano o rural.
En el contexto de la ruralidad, las mujeres experimentan su propia realidad, la mayoría de veces de desigualdad, principalmente a causa de la falta de políticas públicas para cubrir demandas de este sector, y de igual manera porque aún existe racismo, colonialismo y discriminación, que considera al campo y sus habitantes como inferiores con respecto a la ciudad.
Por otro lado, el vivir en el área urbana otorga privilegios que se pregonan para las mujeres, como el autocuidado, el amor propio y la autoestima, pero que se enuncian en y desde una realidad distinta. Estos privilegios no logran siquiera reconocer que quienes viven en el sector rural no solo sostienen la vida de sus familias, también sostienen la vida de las ciudades. En este caso, vale reflexionar si en el entorno de las mujeres rurales, donde trabajan hasta 12 horas diarias, cuentan con tiempo de esparcimiento para el autocuidado: divertirse con las amigas o vecinas, salir a caminar, maquillarse y vestirse a su gusto, descansar. Así mismo, preguntarse cuáles serían las actividades que realizan o pueden hacer por fuera del trabajo diario, que se consideren como parte de esta reivindicación.
De igual forma, el menor acceso a las tierras se convierte en un limitante importante, que impide que una mujer pueda salir del círculo de la violencia de género. Así mismo, entre otros factores, no se puede negar que la falta de acceso a educación disminuye las posibilidades de que las mujeres rurales ocupen trabajos formales, que impliquen un ingreso económico suficiente para satisfacer sus necesidades materiales.
Estas reflexiones no intentan victimizar a las mujeres indígenas, agricultoras, campesinas, y guardianas del agua y la vida. Al contrario, el objetivo es visibilizar un contexto diferente y real. De acuerdo a la Estrategia Agropecuaria del Ministerio de Agricultura del año 2020, en la ruralidad, sólo el 42% de mujeres ha terminado la secundaria, y un 14.2% son analfabetas; frente al 10.3% de los varones. Como se señaló anteriormente, esto disminuye la probabilidad de satisfacción de sus necesidades materiales, y el planteamiento y alcance de sus objetivos de vida. De esta manera, la gran mayoría de mujeres rurales solo se permiten concebir como objetivo y plan de vida, el convertirse en madres y esposas, muchas adolescentes o bastante jóvenes, lo que puede acrecentar de manera relevante, las posibilidades de involucrarse en una relación dependiente del varón. De igual forma, estos roles demandan a las mujeres rurales un trabajo desgastante física y mentalmente, que no es valorado ni reconocido como socialmente.
En sus roles de cuidado y sostén de la vida, las mujeres rurales son guardianas de la soberanía alimentaria: el 70% tienen cultivos diversos en sus fincas; de estas, el 45% vende sus productos en las propias fincas, generando un ingreso del 53% de su hogar. Por otro lado, si bien los varones trabajan el campo, lo hacen particularmente en los monocultivos propios o venden su fuerza para el mismo fin, en otras fincas y haciendas.
Como se menciona anteriormente, las mujeres rurales no solo se dedican al trabajo de sus fincas con cultivos y animales menores, sino que también son responsables de las labores de casa y el cuidado de la familia. Por su trabajo remunerado y no remunerado, recibiendo un ingreso mensual de 219 dólares, se calcula que trabajan entre 58 a 82 horas semanales. En cambio, el trabajo por horas de los varones es menor y sus ingresos más altos: de 11 a 60 horas semanales y 293 dólares al mes.
En cuanto al acceso a la tierra, según el INEC, el 36% de las mujeres rurales tiene acceso a la tierra, mientras que los hombres, el 43%. La desigualdad es mayor cuando se analiza el tipo de agricultura. Según el estudio Mujeres Rurales y Tierra en Ecuador del FIAN, en la pequeña agricultura, los hombres tienen el 84% de la tierra y las mujeres solo el 16%. En la mediana agricultura, la brecha entre hombres y mujeres es más amplia: 88% y 12%, respectivamente. Y en la agricultura empresarial, la diferencia es de 9 a 1. Estas cifras demuestran cuán desigual es su relación con respecto a los varones; puesto que, mientras ellas dedican mayor trabajo al campo y a la familia, son las que menos posibilidades tienen para acceder a la tierra, y por ende a financiamiento para potenciar sus actividades.
Es imperante que se desarrollen políticas públicas que se enfoquen en disminuir de manera acelerada y prioritariamente estas brechas basadas en género para las mujeres rurales. Pero para los movimientos sociales es imperante cultivas la auto organización de colectivas de mujeres rurales, la redistribución de la tierra y la revalorización de los trabajos de cuidado y sostén de la vida.