Alternativas frente a la crisis democrática en América Latina (Parte I)
Una encuesta reciente publicada por el periódico O Globo en noviembre de este año denunciaba la fragilidad de las democracias sudamericanas durante el siglo pasado. Según la encuesta, los presidentes del continente han sido removidos de sus funciones en un promedio aproximado de diez meses, por razones políticas. La encuesta consideró los 12 países de América del Sur: Brasil, Argentina, Uruguay, Paraguay, Chile, Colombia, Bolivia, Venezuela, Ecuador, Perú, Guyana y Surinam. En estos, 114 jefes de Estado tuvieron que dejar el cargo entre 1912 y 2019. Por lo tanto, en la política latinoamericana, la mentira liberal no parece valer la pena. La única certeza resulta ser la inconstancia, la aparente posibilidad de dar vuelta la tortilla y la intervención del imperialismo. Otro patrón resta en la condición recalcitrante de un republicanismo vacío. La ilusión política termina por reproducir los estándares socialdemócratas europeos en nuestros países. Ilusiones peligrosas, gobiernos débiles de centro-izquierda, ideológicamente laxos, padeciendo un tipo del síndrome de Estocolmo. En la actualidad, los instrumentos para derrocar gobiernos son otros. Basta con observar los acontecimientos en Honduras durante el mes de junio del 2009, en los cuales triunfó una dramaturgia caricaturesca, pasando por el golpe de Estado en Paraguay en 2012, para denotar la influencia de estos en nuestras realidades.
En Brasil, la lógica del estado de excepción que opera dentro del Poder Ejecutivo - una constante para la población más pobre y la mayoría afrobrasilera - encontró su blanco más reciente en el juicio político de Dilma Rousseff, en 2016. Es posible caracterizar la deposición de la ex Presidenta como un golpe de Estado en función de tres elementos.
La primera y más visible se produjo al publicarse una grabación de la ex Presidenta Dilma con el ex Presidente Lula, sin existir autorización alguna por parte de la Corte Suprema para la misma. Acorde a procedimientos judiciales en general, esa grabación debería haber sido eliminada. Involucrar a una Presidenta de la República en funciones -y al mismo tiempo, a otros ministros de Estado, como el entonces ministro Jacques Wagner, para después hacer público el contenido de la conversación- caracteriza un arreglo de dimensiones políticas, jurídicas y mediáticas. Por lo tanto, sin la existencia y la creación de un consenso que involucre a la opinión pública a través de la opinión publicada, resultaba imposible derribar al gobierno y cambiar el régimen.
El segundo elemento consistió en la utilización del artificio de salidas de la Primera Mandataria para justificar su impugnación. A pesar de que la legalidad de este argumento fue y sigue siendo cuestionada, las salidas son un procedimiento muy común en varios mandatos, mecanismo que aún se utiliza.
Y el tercer elemento lo llega a representar el hecho de que en una impugnación, los derechos políticos de la Presidenta habrían sido revocados, lo cual no fue el caso. Así nunca existió ninguna causa criminal. Habría sido un procedimiento parlamentario, mediante un voto de censura, en un régimen brasileño que termina por ser presidencialista.
El arreglo político que resultó en el juicio político de Dilma obviamente tenía un objetivo claro y mayor.
El volumen de denuncias difundidas por The Intercept Brasil -las cuales por su parte fueron investigadas y confirmadas en forma conjunta por una serie de consorcios periodísticos- aporta suficiente material para demostrar la existencia de una unidad política dentro del grupo de trabajo de Lava Jato y una relación entre el Ministerio Público y el juez Sérgio Moro -el cual asumió su papel de inquisidor- con la intención de interferir en el resultado de las elecciones del 2018.
Con el ex Presidente Lula liderando todas las encuestas de intención de voto, resultaba imprescindible imposibilitarlo de una candidatura presidencial. Al evaluar los procesos del Triplex do Guarujá y de Atibaia, la impresión es que Lula ya había sido condenado de antemano y que todo el proceso sirvió para legitimar la misma sentencia. Esto no significa que Lula sea inocente. Sin embargo, en los casos específicos en los que fue condenado, no existió evidencia contundente en contra del ex Presidente. Y ante la ausencia de evidencias claras, nadie puede -o al menos nunca debería -ser culpable.
Lo que debería suceder -en un supuesto Estado democrático de derecho- es la anulación de los casos antes citados, debido a la parcialidad del juez Moro -aún más evidenciada por su salida del Poder Judicial para asumir el cargo de titular del Ministerio de Justicia del gobierno de Jair Bolsonaro. Esto terminaría por ser lo más coherente, para no permitir la radicalización de un claro aumento de poder del Poder Judicial y del Ministerio Público.
El cambio, el curso que tome este proceso, podría indicarse a partir de la sentencia del Supremo Tribunal Federal (STF) en la Acción Declaratoria de Constitucionalidad que derribó las prisiones de segunda instancia utilizadas y abusadas por la Operación Lava Jato. Sin embargo, parece que la decisión del STF se encontró más bien en correlación con una disputa de posiciones entre el Tribunal Supremo y el mismo grupo de trabajo, además de disputas entre superiores. Además, tuvieron influencia la correlación de fuerzas dentro del aparato legal y dentro del poder político - e incluso algún tipo de presión de los militares que aparentaban resguardar el rigor del Estado democrático de Derecho o la defensa de una Cláusula de Huella de la Constitución. En este sentido, si tuviéramos que interpretar la Constitución brasileña y el presupuesto vinculado de Brasil bajo Control Social, nunca podrían haber aprobado el PEC 55, por ejemplo. Sin embargo, este fue aprobado y no entró en disputa alguna respecto a su condición de constitucionalidad.
¿Por qué la Corte Suprema no tomó la misma medida con el fin de prohibir los arrestos en segunda instancia, antes de 2016?Resulta ser una gran incógnita, pero se sospecha que el STF fue omisivo durante la totalidad del proceso.
Sin duda, con la omisión del Poder Judicial, la relación entre los sectores de la clase dominante que ejercen el poder y las elites gerenciales de las empresas transnacionales -o del capital financiero que opera en el país con poder político- adquiere una nueva dinámica de fluidez. Esta relación ilegítima -innumerables veces- termina por superar la soberanía misma del pueblo. Y esta misma termina por convertirse en una especie de regla de juego dentro del capitalismo, la cual se evidencia con mayor preponderancia e intensidad en los capitalismos periféricos.
NOTA:
Este artícluo fue redactado por Bruno Lima Rocha, en conjunto con Anne Ledur.