Enseñanzas de Kabul para quienes quieren cambiarlo todo
El domingo 15 de agosto Kabul caía en manos de las milicias talibanes. Veinte años después de la intervención norteamericana en Afganistán, la feroz guerra implementada por el Pentágono finaliza con un sonoro fracaso.
Un fracaso sangriento y enormemente caro, desde el punto de vista financiero y desde el punto de vista humano, acompañado de unas imágenes icónicas que, al igual que las que resultaron de la huida de Saigón en 1975, impactarán fuertemente sobre las poblaciones en creciente revuelta del Sur Global, cada vez más dificultosamente sometidas por el imperialismo.
Los efectos geopolíticos de esta derrota sin paliativos del Ejército norteamericano, pueden ser enormes: los talibanes, y sus posibles imitadores en otros países, amenazan las rutas comerciales abiertas por la República Popular China en Asia Central, así como las fronteras de la República Islámica de Irán, la zona de influencia rusa en la Región, o la misma supervivencia del régimen paquistaní. Aún hay más: la influencia ideológica de los muyahidines afganos, así como su posible actuación como refugio de tendencias extremas del “Islam político” de otros países, puede provocar una oleada de conflictos que incendien Oriente Próximo. El Sahel, la amplia zona de África donde la Unión Europea está librando una feroz guerra no declarada con diversos grupos yihadistas -que han ido avanzando en los últimos años-, puede convertirse, también, en un polvorín incontrolable, poniendo en peligro muchas de las principales vías de aprovisionamiento de materias primas de la Europa-fortaleza.
Los talibanes, un grupo integrista islámico profundamente retrógrado, organizado al calor de la ayuda prestada a las milicias afganas por los Estados Unidos en el marco de su lucha contra la URSS, representan una fuerza reaccionaria y tradicionalista, con firmes vínculos con las organizaciones más extremas del “islam político”. Defienden una estructuración teocrática de la sociedad que deja en situación de absoluta subordinación a las mujeres, y que no admite forma alguna de pluralismo religioso o político.
Obviamente no compartimos -y condenamos- la ideología y la forma de entender la sociedad de los talibanes. Pero su incontestable victoria, tras dos décadas de ímprobos esfuerzos, frente a la mayor potencia militar de la Historia de la Humanidad, no deja de demostrarnos la absurdidad de los discursos occidentales sobre el desengaño, sobre que no se puede hacer nada, sobre que todo está perdido de antemano.
Los profetas de la decepción, del desánimo, de la impotencia y de la desidia, que tanto predicamento tienen en la izquierda occidental -y en el conjunto de su sociedad-, no nos sirven más que anestésicos y potentes drogas discursivas, con los que se evita que quienes de verdad quieren cambiar las cosas, se pongan manos a la obra. La tesis de la inmutabilidad de la coyuntura y del estado depresivo de la izquierda, o la pretensión ilusoria de que el colapso creciente del sistema capitalista haga el trabajo que lxs revolucionarixs no quieren hacer, son llamadas a la pasividad que no deberíamos escuchar.
Hemos de recordar, pues, que como decía Mao: "el futuro es luminoso, pero el camino es sinuoso". Es decir, que las cosas pueden cambiar, pero hay que hacer un trabajo ímprobo y un esfuerzo brutal para conseguirlo. La voluntad popular puede abrir puertas aún frente al enemigo más potente. La Humanidad sólo se plantea los problemas que puede resolver. Frente a nosotros tenemos planteado -en toda su crudeza-, el problema de la supervivencia de la especie y de la construcción de una sociedad libre y justa.
Pero, para conseguir resolver esos problemas hace falta fe, determinación y organización. Y la última fe que empujó a las masas de Occidente a abandonar su letargo fue el comunismo. Cuando cayó ya no hubo nada por lo que los jóvenes occidentales estuvieran dispuestxs a pasar años de penurias y de lucha sin garantías.
El neoliberalismo no es una fe. Un neoliberal siempre estaría dispuesto a pagar a otra persona para que fuera a combatir en su lugar, pero nunca arriesgaría nada más que su dinero. Tampoco lo es el “angelismo buenista” de la izquierda alternativa, que se basa en la idea de que las manifestaciones tienen que ser un juego lúdico, y apuesta por la infantilización de la protesta. Abomina la militancia y del compromiso sostenido en el tiempo, denuncia todo intento de organización como una forma de opresión y, al tiempo, encumbra a los figurones mediáticos como si fueran infalibles y omnipotentes por el solo hecho de ser famosos.
El movimiento identitario de la ultraderecha es otra engañifa, poblado fundamentalmente por políticos oportunistas y corruptos, y grupúsculos de jovenzuelos trastornados. Reaccionarios con los bolsillos demasiado llenos, buscando hacer una profesión del ataque al inmigrante, o del insulto a la clase obrera. Jóvenes separados de su clase y de sus necesidades reales por una propaganda virtual que sólo pretende embrutecerles.
Pese a todo, lxs que pretendemos seguir luchando contra las injusticias no debemos olvidar una cosa: quien diga que las cosas no pueden cambiar, que todo está perdido, es un reaccionario. Y quien diga que cambiarán sin un esfuerzo brutal, sin riesgos, pérdidas y sufrimientos, es también un reaccionario.
Como dice un proverbio del pueblo africano Fang, que me enseñó mi amigo Abuy Nfubea, "por mucho que el agua este caliente sino enciendes el fuego, no se cocerá el arroz".
Pongámonos manos a la obra.