Francia arde: los “Chalecos Amarillos”
El pasado sábado 8 de diciembre, cerca del mediodía, la policía francesa informaba que había efectuado cerca de 700 detenciones en relación con las movilizaciones de los llamados “Chalecos amarillos”. El día amaneció tenso y frío en París, una capital donde se habían retirado más de 2.000 elementos del mobiliario urbano para que no pudieran ser utilizados como armas por los manifestantes, donde los museos, centros culturales, gimnasios y mercadillos habían sido cerrados por las autoridades, así como cerca de una veintena de estaciones de Metro, y donde la Asistencia Pública de los Hospitales de París había preparado un “dispositivo de vigilancia reforzada” por lo que pudiera suceder. El país entero ha sido tomado por más de 89.000 policías.
Las movilizaciones recurrentes de los llamados “chalecos amarillos” han sacudido Francia en los últimos meses, poniendo contra las cuerdas al gobierno neoliberal de Emmanuel Macron (que ha suspendido por seis meses la subida del precio de los carburantes que desató la brutal ola de manifestaciones y disturbios) y haciendo aparecer en las calles una amplia amalgama de manifestantes airados de diversos sectores (agricultores, transportistas, estudiantes, sindicatos, trabajadores de la salud…) que parecen a punto de reeditar la enorme sacudida que significó la revuelta de mayo de 1968, en una sociedad francesa en la que las encuestas afirman que más del 80 % de la población apoya a los manifestantes, pese a la dura violencia que ha acompañado en algunas ocasiones (no en todas) a sus reivindicaciones.
La orgullosa Francia que presiona a Alemania en busca de una mayor unidad europea y que provoca a Donald Trump hablando de la posibilidad de construir un ejército comunitario independiente, parece a punto de plantearse la necesidad de declarar el estado de emergencia y la limitación de las libertades civiles, mientras las imágenes de detenciones colectivas de estudiantes secundarios, tratados por la policía como en la más amarga guerra colonial, recorren las televisiones del mundo entero. Entonces, ¿cómo se ha llegado hasta aquí?
Macron llegó al poder en mayo de 2017 gracias a una amplia mayoría de votos construida entorno al miedo a la alternativa: la ultraderechista Marine Le Pen. El ultraliberal exbanquero de inversión de la Banca Rotschild Emmanuel Macron llegó al Eliseo como única opción frente al fascismo, no por las simpatías que su programa fuertemente antisocial despertó entre una población que había visto degradarse, al que había sido hasta ese entonces, el más amplio y universal Estado del Bienestar del mundo.
El gran capital vio entonces abrirse lo que consideró una gran ventana de oportunidad: la clase trabajadora francesa iba a aguantar lo que fuese con tal de impedir la subida al poder de Le Pen. La izquierda iba a recular, la calle no iba a derribar la única barrera que impedía una presidencia ultraderechista. Las medidas de disciplinamiento de las clases populares que en otras circunstancias no hubiesen sido posibles, parecían ahora al alcance la mano. Y si las cosas se torcían, la alternativa no era mala: populismo de derechas, es decir, deriva autoritaria, capitalismo con mano de hierro.
En menos de un año Macron puso en marcha el 74 % de las “reformas” incluidas en su programa electoral: una ofensiva brutal contra las clases populares. Disminución drástica del impuesto a las grandes fortunas, que implicó que, mientras los más ricos aumentaban un 20% sus ingresos en 2017, los menos ricos lo hacían en un 1%, al tiempo que ese 20% más rico quintuplicaba los ingresos del 20% más pobre. Reducción de impuestos, tasas y cotizaciones de cerca de 19.000 millones de euros a las empresas, mientras se multiplicaba la precariedad laboral y el 5% de los hogares veían reducirse drásticamente sus ingresos incluso en términos nominales.
Una dura reforma laboral, que facilitaba la huida de los convenios colectivos para los empresarios priorizando la negociación a nivel de empresa y abriendo la puerta a ulteriores despidos, así como una feroz reforma ferroviaria, que atacó las condiciones de trabajo de los trabajadores del ferrocarril y continuó el proceso de privatización de las grandes líneas ferroviarias francesas, de titularidad pública, fueron recibidas con fuertes movilizaciones por la clase trabajadora. Pero Macron aguantó ambas pruebas, dando muestras de una voluntad indoblegable; sabía que estaba al mando, no existía alternativa posible. Los sindicatos, domesticados en gran parte como los de la mayoría de Europa, no iban a derribar la última barrera de contención del Frente Nacional. El despido de 120.000 funcionarios o la liberación de impuestos para las empresas de las horas extraordinarias eran las nuevas reformas que quedaban por cumplir.
Pero Macron, imbuido de su vértigo voraz de “ajustes” neoliberales, ha cometido un error: agredir directamente y a la luz del día (más allá de esas medidas macroeconómicas continuas que permiten empobrecer sin ser visto a mayor gloria de los capitales globales) a sectores demasiado amplios. La subida de los carburantes ha sido vista como un ataque directo a la forma de vida del mundo rural y a las zonas periféricas de las ciudades, donde el coche es imprescindible para los quehaceres cotidianos. El poderoso sector de los transportistas, los agricultores, los empleados que deben desplazarse desde los barrios dormitorios, una confusa pero amplia capa de la población empezó a movilizarse de manera espontánea: los “Chalecos amarillos”, quienes han sido la chispa que ha incendiado una pradera que ya estaba a punto de arder.
La clase obrera ha hecho también su aparición en este drama: estudiantes, sindicatos como la Confederación General del Trabajo (CGT) y Fuera Obrera (FO), enfermeros, etc. Diversos sectores se suman día a día a la movilización en un gigantesco pulso a un Macron que ya ha empezado a ceder suspendiendo la subida de los carburantes, aunque también amenaza con la deriva autoritaria de un estado de excepción que limite los derechos civiles.
La movilización, por su parte, es amplia y transversal. Agrupa a multitud de colectivos y capas sociales. Y, de momento, no ha podido ser hegemonizada por ningún partido político o grupo organizado, ni domesticada por la capacidad de convertir en referentes a los individuos más susceptibles por parte de los medios de comunicación. La participación de los ultraderechistas es real en el movimiento, y Marine Le Pen prontamente se mostró abierta a sus reivindicaciones en su lectura más demagógica, pero dista mucho de ser una hegemonía articulada. El campo movilizado es amplio, y la pluralidad ideológica y territorial de los manifestantes es igual de amplia. Incluso algunas asambleas locales del movimiento han presentado propuestas de corte cuasi-libertario, reclamando una nueva institucionalidad basada en la democracia directa. Una vez más, las luchas sociales reales desafían a la cuadriculada mente de la izquierda dogmática. Las masas son plurales, diversas, ambiguas, incluso contradictorias. Y actúan con una radicalidad inasible para los manuales de quienes quieren interpretar el mundo según los textos y no como es materialmente.
Una hipotética caída de Macron puede traer a Le Pen, eso es cierto. Un nuevo mayo del 68, sin embargo, también puede despertar las energías dormidas de las clases populares europeas y prepararlas para la dura pugna contra el autoritarismo, neoliberal o populista, que se apunta en el horizonte. En nuestra labor de organización, clarificación y construcción popular está la llave potencial de esta nueva bifurcación histórica.