Perú en crisis

fuchipuchi
Martes 24 de Septiembre de 2019

Tres expresidentes presos —y un cuarto, Alan García, que prefirió el suicidio antes que caminar encadenado “exhibiendo sus miserias” (“no había nacido para eso”, decía la carta que su hija leyó en su tumba)— son la evidencia del estado de crisis en el Perú. Si a la condición de los expresidentes sumamos la del presidente actual, a punto de ser vacado, la crisis generalizada se hace inédita. 

El descontento es generalizado y la movilización estéril para los grandes cambios. La condición es de delirio y de asco, pero incapaz del desborde popular. ¿Cómo se explica la situación actual? Más que las estadísticas, una perspectiva sociohistórica puede abrir el panorama.

Después de la derrota militar de Sendero Luminoso en 1993, Alberto Fujimori cayó en cuenta que no solo había triunfado sobre una organización, sino sobre un proceso revolucionario, sobre una época. Todo un proceso histórico llegaba a su fin. Consciente de ello, y de la oportunidad que le asignaba la historia, Fujimori cambió la Constitución. De una carta magna rayana con un régimen de bienestar pasamos a otra que hizo de la propiedad privada y el libre mercado su fetiche.

Para entonces, había disuelto el Congreso mediante un autogolpe. El apoyo popular fue abrumador. Las encuestas daban un 87% de aprobación. Es decir, el modelo de restauración pudo consolidarse e imponer su hegemonía con beneplácito de la población que que lo veía con optimismo, a juzgar por el lustro de hiperinflación (1985-1990) y el desangramiento en la guerra interna (1980-1992). Con esa legitimidad, en la nueva Constitución, el fujimorismo abrió la posibilidad para cerrar el Congreso después de que este rechazara dos cuestiones de confianza. No ha sucedido hasta ahora.

El neoliberalismo puso coto a la hiperinflación; pero, aumentó la precariedad laboral, destruyó los sindicatos y propició el desmoronamiento de los partidos. Además, intensificó el predominio de instituciones informales entornilladas hace siglos, como la corrupción, que sirvió para drenar el descontento social ante la imposición agresiva de los poderes fácticos y la militarización del Estado. Fujimori renunció (por fax desde Japón), pero el modelo quedó incólume. Todo se hundió el 2016. Ese año, junto con la caída de los precios de los minerales, se desplomó la precaria credibilidad en los políticos y empresarios. La causa: Odebrecht.

Según los politólogos, el Perú vivió una poda después de Fujimori. La reforma del 2000-2001, sin embargo, nunca sacudió las enormes raíces de la corrupción. Tampoco puso candados suficientes para evitar el desangramiento del tesoro público en manos de mitómanos y cleptómanos que llegaron al poder en los siguientes años. Peor aún, no hizo cosquillas a la cultura mafiosa (la institución más longeva), tampoco al poder político de los empresarios. La corrupción y el poder fáctico crecieron exorbitantes con el boom minero (2006-2016).

La izquierda culpa de todos los males al fujimorismo. Los fujimoristas a toda la izquierda, a los “caviares” y a los “terroristas”. Pocos reconocen que, la perversión del sistema actual, exige un nuevo pacto; un cambio de la Constitución mediante un proceso constituyente que permita la participación ciudadana y restituya derechos a la población.

El mundo se sorprende de que, desde Fujimori hasta Kuczynski, los expresidentes hayan terminado presos por unos fiscales “valientes”; sin embargo, desconoce que este escenario fue posible por la imposición de las prisiones preventivas. Impulsada desde el Congreso —en un principio para perseguir a luchadores sociales y a subversivos o exsubversivos— se convirtió en un recurso legal para desatar una guerra contra el APRA y el fujimorismo. La guerra se desbordó a diversos partidos; destapó algo más que una madriguera: un país hundido en la cloaca.

La respuesta ante la crisis no ha sido contundente. Estamos sumidos en la modorra y el miedo. Incluso ahora que el ala más radical de la derecha ha planteado la nulidad de la prisión preventiva. Lo peor, sin embargo, se está tejiendo entre sombras. El fujiaprismo ha emprendido una cruzada feroz para copar el Tribunal Constitucional. Ese órgano decidirá si, después de negada la segunda cuestión de confianza, se disuelve el Congreso. Es más probable que antes del 30 de setiembre la cosa esté decidida. A Vizcarra solo le queda dos caminos: pelear o renunciar. Si Vizcarra logra cerrar el Congreso, habrá habido un cambio (aunque poco significativo).

Perú, más que nuevas elecciones o un Congreso nuevo, necesita una nueva clase política. Una capaz de plantear un proceso refundacional. Una que promueva un cambio constitucional. Una que active y politice la sociedad civil. ¿Cuánto tiempo más demorará Perú para parir ese cambio? Por ahora, las batallas que han desatado los estudiantes de la histórica Universidad de San Marcos, por la defensa de la universidad pública, parecen dar una luz de esperanza. Este país necesita una San Marcos en cada región. Necesita una fuerza organizada. Necesita trazarse un horizonte nuevo.

 

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