Lucio Urtubia, revolucionario

27-7-2020 LUCIO URTUBIA
Lunes 27 de Julio de 2020

“Para dejar de ser esclavo hay que trabajar”. Estas palabras, pronunciadas por el anarquista Lucio Urtubia en una entrevista en Radio Klara, fueron las que elegí colocar al inicio del prólogo de mi segundo libro, “El bienestar malherido. Seguridad Social, desempleo y flexiguridad en el siglo XXI”, publicado en el año 2008.

Eran los tiempos del inicio de la crisis global más importante desde 1929. “El bienestar malherido”, un libro breve en formato de bolsillo con una portada del compañero Oscar O., que imitaba, trascendiéndolas, las ilustraciones de sendos discos de Dead Kennedys y The Crass, pretendía hacer una aproximación didáctica y manejable a las nuevas (entonces) tendencias gerenciales a favor de la flexibilidad laboral y la reforma de las pensiones. El corazón de lo que luego conoceríamos como “austeridad neoliberal” estaba ahí.

Y también, como ya he dicho, estaba Lucio Urtubia.

A Lucio lo conocí gracias al libro que me pasó José López, más conocido en los ambientes ácratas madrileños como “el López”, entonces un agitado joven insurreccionado, cliente de mi despacho y, por cierto, objetivo de alguna acusación penal de la que yo llegué a defenderle como abogado, de la fue finalmente absuelto porque era inocente.

Era un libro sobre un gigante. Un gigante ácrata. Y, aún más importante, un gigante vivo. Quienes no sepan quien fue Lucio Urtubia, hasta su recientísimo fallecimiento, y sólo lo conozcan por las escasas referencias que de él quedan en los medios de comunicación masivos, no pueden valorar en su justa medida la dimensión del personaje. Digámoslo claramente: la dimensión de un revolucionario.

Porque Lucio Urtubia fue ante todo un revolucionario. Un revolucionario anarquista que se dedicó a la actividad clandestina contra la dictadura franquista, que compartió luchas con militantes legendarios como Quico Sabaté, y que se especializó en falsificar documentos que salvaron las vidas de miles de militantes clandestinos de toda Europa, pertenecieran o no a su corriente política.

Es en medio de ese actuar de décadas en la clandestinidad y de ese aprendizaje de la resistencia y de la lucha por la libertad, que Lucio hizo aquello que más fama le ha dado ante la opinión publicada, ante los medios masivos. Lucio falsificó una enorme suma en cheques de viaje del City Bank, que fueron usados por las redes clandestinas de los revolucionarios europeos para financiarse. Y, cuando la gran transnacional se enteró y trató de agarrarle y meterle en la cárcel, consiguió dar la vuelta a la situación y salir relativamente indemne. Como un Robin Hood rojinegro, navarro y afable, Lucio robó a los más ricos para defender los derechos y las libertades de quienes buscaban en la lucha una forma de superar un sistema ya periclitado, pero aun brutalmente sanguinario.

También organizó fugas, como la del dramaturgo Albert Boadella, encerrado entonces por los cancerberos del dictador Francisco Franco. Esos que no fueron juzgados después, ni por los tribunales ni por los académicos grises de la España sin memoria, que aún se pregunta si sería lícito hablar de lo que sucedió en los campos y las cunetas de la muerte de los años cuarenta y siguientes.

Lucio dijo más de una vez que, ante todo, era albañil. No debemos tomar esta declaración como algo secundario, frívolo, poco importante. Lucio era revolucionario, también, porque era albañil. Porque todos los días acudía a su trabajo y porque no pretendía vivir de aparentar la revolución desde los mullidos sillones de la mascarada que llaman política. Lucio intentó “tomar los cielos por asalto” sin dejar de levantar las paredes de las casas proletarias con su sudor y su energía prometeica. No estamos hablando de un prometedor aspirante a pertenecer a la “La Casta” que habla contra ella, de un pulido constructor de arabescos discursos nebulosos, sino de un trabajador que, en su tiempo de vida hurtado al patrón tras ganarse la vida con su trabajo, expresa su voluntad de liberación desde una práctica más allá de las normas falsarias de lo cotidiano.

Para dejar de ser esclavo hay que trabajar. Porque los que no trabajan acaban siendo esclavos de quienes les alimentan e infectos espías de aquellos a los que tienen que traicionar para ser alimentados. Hay quienes asumen su condición de proletarios, con o sin trabajo. Saben que no tienen la propiedad de los medios de producción y que, por lo tanto, tienen que vender su fuerza y su energía al patrón unas horas al día, para poder combatirlo y expresarse libremente el resto de su vida. También hay quienes, huyendo del trabajo, acaban vendiéndole al patrón cosas mucho más importantes, como la dignidad o la amistad, y entregan lo más profundo de su personalidad tratando de convertirse en una marca que no necesite “trabajar”.

“El bienestar malherido” se iniciaba, también, con otra cita de José Ingenieros:

“Vivir es aprender, para ignorar menos; es amar, para vincularnos a una parte mayor de la humanidad; es admirar, para compartir las excelencias de la naturaleza y de los hombres; es un esfuerzo por mejorarse; un incesante afán de elevación hacia ideales definidos.”

A la luz de este texto, no hay duda de que Lucio vivió, desde el sudor de la obra hasta el fragor de la lucha clandestina. Vivió con dignidad, lucidez y la libertad posible para un revolucionario en la sociedad de la ignominia.

Tampoco hay duda de que admirar a Lucio es también vivir. Vivir con la plenitud de la revuelta y el sabor vibrante la camaradería.

Salud, Lucio. Albañil de la nueva Arcadia. Un día levantaremos finalmente los muros que no has podido terminar.

 

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