En defensa de la complejidad
La simplificación de lo complejo es un riesgo latente para perennizar la ignorancia y el prejuicio en nuestra sociedad. En términos académicos, se pierde profundidad; en el ámbito artístico, disminuye la apreciación sensible; en el pensamiento, decae el análisis crítico.
Titulares comunes, que denotan diarios descubrimientos científicos novísimos, no son más que falacias sin argumentos a la vez que intentos erróneos de simplificar lo complejo. No se ha descubierto la cura para el cáncer, no es cierto que sabemos el origen físico de la conciencia, no sabemos si los teléfonos celulares son inocuos para la salud; la marihuana no previene el cáncer, los cigarrillos electrónicos no son seguros, ni la evidencia es sinónimo de verdad. Hay por supuesto, intentos y aproximaciones que navegan por los temas descritos, pero esas aguas no son superficiales; la realidad es más compleja.
El arte tampoco es tan sencillo; las grandes expresiones artísticas han sido más o menos complejas, aún aquellas virtuosamente disfrazadas de cierta simpleza. El arte no es expresar lo que se siente, de otro modo cualquier persona es artista; el arte popular no es lo reducido y simple, tal denominación depende de quien asigne dicha etiqueta; el arte no se hace para un sinfín de interpretaciones, aunque nos guste pensar que es así. Aquí, no se debe confundir a lo complejo con lo inaccesible, pues hay muchos elementos artísticos aparentemente ininteligibles, pero tan sencillos como incomprensibles pues son diseñados solamente para expresar lo que un individuo siente.
Así mismo, el pensamiento crítico no puede ser desarrollado sin elementos de complejidad incorporados al intelecto. Pero un pensamiento que tan solo sume elementos adquiridos durante el aprendizaje no merece el calificativo de crítico. La complejidad del pensamiento nace de la inteligencia, de la capacidad de asociar de manera dinámica aquellos elementos aprehendidos y de aprovechar el intelecto en los momentos oportunos: los caminos no son tan sencillos.
Esto nos lleva a pensar que la realidad, compleja como es, no puede ser analizada desde una sola perspectiva. Los puntos de referencia que uno puede tener, como una persona de Occidente, son necesariamente diferentes a los de nuestros propios coterráneos de diferentes culturas: la visión sobre el tiempo, el entendimiento de una alimentación saludable, las relaciones familiares. Tampoco es sabio abstraerse de las diferencias entre los propios grupos culturales: adherencias políticas, preferencias de consumo, visión sobre la felicidad.
En este contexto, y desde este pequeño espacio, quien escribe se posiciona en contra de la vil simplificación del pensamiento, del arte, de la ciencia y de la propia vida; de la necia reducción de las teorías progresistas a lugares comunes; de la frívola idolatría a los hombres de acero; de la fastidiosa arenga de una sociedad libre en Eurasia; de los inflexibles duplicados teóricos de la izquierda latinoamericana; de la ausencia del pensamiento crítico.
Los caminos liberadores son aquellos que llevan cierto grado de complejidad, no aquellos construidos de un momento a otro, no esos que ya vienen con las instrucciones para ser caminados. La consecución de aspectos trascendentales en este pequeño país y en nuestra corta vida, no será fruto de ideas predeterminadas ni modelos ajenos, anacrónicos, impuestos y brutales. La complejidad nos exige la transformación de nuestra realidad a través de una permanente lucha, no para conseguir un paraíso social en años venideros, sino para que, día a día, el camino sea el fin, y el fin no sea simple.