Saquen sus rosarios de nuestros ovarios

EMBNA

El pasado 11 de mayo, en Esmeraldas, el Consejo Intersectorial de lo Social aprobó la implementación de la nueva política de prevención del embarazo adolescente. Tras la eliminación del Plan Familia, como parte de los primeros decretos presidenciales de la gestión morenista, el Consejo consideró establecer nuevos mecanismos de prevención, reconociendo las limitaciones de la “educación en valores” establecida como eje central del Plan Familia, organismo a cargo de Mónica Hernández, vinculada al Opus Dei, durante la gestión de Rafael Correa.

Sin duda el paso de la Estrategia Intersectorial de Prevención del Embarazo Adolescente y Planificación Familiar (ENIPLA) al llamado “Plan Familia”, fue uno de los mayores errores del gobierno anterior. El cambio fue criticado por organizaciones de mujeres, defensores y defensoras de derechos humanos, debido a su intencionalidad poco realista, de establecer la abstinencia como principal método anticonceptivo y los “valores familiares” como referentes para la prevención, desconociendo el cúmulo de evidencias que muestran la escasa eficacia de políticas moralistas en la prevención del embarazo adolescente, más aún tomando en cuenta que muchos de estos embarazos son producto de violencia sexual, física, simbólica, psicológica y económica, gran parte de la cual se ejerce en las propias familias de los y las adolescentes.

En este contexto, el reconocimiento de la ineficacia del Plan Familia, es una victoria frente a la intencionalidad creciente de ciertos grupos fundamentalistas de inmiscuirse cada vez más en la definición de política pública respecto a derechos sexuales y reproductivos. Con una agenda neoconservadora grupos aglutinados bajo la consigna “Con mis hijos no te metas”, motivan el rechazo al enfoque de género, el odio y el miedo a la diferencia, apelando a una visión retrógrada sustentada en valores religiosos, con el objetivo de incidir en la política pública del Estado, obviando el carácter laico de este. 

Es tarea del Estado establecer una nueva política de prevención del embarazo adolescente, con lineamientos, estrategias y presupuestos efectivos para evitar el incremento de embarazos no deseados en niñas entre los 9 y los 19 años, fenómeno que no ha parado de crecer, colocando al Ecuador como el segundo país en la región con mayor incidencia de embarazos de riesgo en niñas y adolescentes.

Informes y estudios como los de Plan Internacional, Fundación Desafío, SENDAS, entre otros, establecen que es necesario tomar en cuenta al menos tres factores para el establecimiento de estas políticas. El primero, la diferenciación entre dos tipos de embarazo adolescente: aquellos que son resultado de relaciones sexuales consentidas entre adolescentes (producidos por la ausencia, el mal uso o la ineficacia de métodos anticonceptivos) y aquellos que son producto de violencia sexual e incesto, el segundo, la relación entre pobreza y embarazo adolescente, y el tercero, la necesidad de considerar las relaciones sexuales desde una perspectiva de responsabilidad social, es decir, una reflexión sobre cómo aprenden los y las adolescentes a vivir la sexualidad y las relaciones afectivas.

Respecto del primero punto, uno de los temas de mayor gravedad, intencionalmente negado y que lamentablemente aún está naturalizado en muchos sectores de la sociedad, es la prevalencia de violencia sexual e incesto como una de las principales causas de embarazo adolescente. Entre 2009 y 2016 un total de 17.448 niñas menores de 14 años, víctimas de violación, fueron obligadas a parir. En muchos de estos casos las niñas o los bebés mueren, o tienen complicaciones graves debido a que sus cuerpos no están físicamente adaptados para afrontar un embarazo y además, de poder sobrellevarlo; estas niñas y adolescentes tienen que afrontar durante el resto de sus vidas el cuidado de niños y niñas que resultaron de la vejación sexual de sus cuerpos.

En el caso de las relaciones sexuales consentidas entre dos adolescentes se ha demostrado que el sistema de salud redujo su capacidad para atraer a las adolescentes a los servicios de planificación familiar (SENDAS) en los últimos años. Esto es gravísimo pues supone que esta población no encuentra en los servicios de salud, estatales o privados, lugares seguros y apropiados para acceder a información sobre sexualidad y métodos anticonceptivos. Es posible que esta desconfianza resulte de que el Estado y demás proveedores del servicio han hecho eco de los prejuicios sociales sobre la sexualidad, abogando por una suerte de institucionalización de la moral cristiana en el sistema de salud y de educación, establecida en el Plan Familia, asumiendo la sexualidad como algo vergonzoso, sucio y condenable.

En este contexto de desatención, se entiende que aún exista muchísima desinformación y falta de conocimiento de los y las jóvenes sobre su cuerpo y sexualidad, factores que incrementan el riesgo de embarazos en niñas y adolescentes.

Respecto a la relación entre pobreza y embarazo en niñas y adolescentes, la evidencia empírica indica que entre los factores asociados a la maternidad precoz se encuentran las características del hogar de la adolescente: el ingreso económico de sus progenitores y sus niveles de educación. Las probabilidades de que una niña o una adolescente se embarace son mucho mayores en la población empobrecida, a esto se añade la deserción escolar, pues una gran cantidad de las niñas y adolescentes embarazadas abandonan sus estudios (en 2015 se contabilizó 6.487 niñas y adolescentes), lo cual tiene un efecto directo en sus posibilidades de obtener remuneraciones dignas en el futuro. Además son principalmente ellas y sus familias las que asumen el cuidado y los gastos de mantenimiento de estas niñas y niños, empobreciéndose consecutivamente. Por lo tanto, cualquier política de prevención debe partir de una realidad irrefutable, el embarazo adolescente no es solo un asunto de género, es un asunto de clase también.

Los grupos fundamentalistas de manera irracional colocan toda la responsabilidad del embarazo y el cuidado sobre las niñas y adolescentes empobrecidas, abogando por la defensa de la vida del neonato sin ofrecer alternativas sostenibles o integrales para su cuidado, legitimando desde una perspectiva fascistoide, el castigo de la pobreza a “las malas madres que se llenan de hijas e hijos”, mientras niegan el acceso a anticonceptivos y a educación sexual integral en el sistema público o el subsidio estatal a las madres jefas de hogar.

Finalmente, el tercer punto, conjuga una serie de problemáticas que apuntan a desentrañar la raíz del embarazo adolescente y que han de llevarse a cabo de forma paralela a la atención de la realidad ya existente. Este punto se refiere al cambio de la forma de entender y vivir el afecto y la sexualidad, donde el enfoque de género demuestra su potencialidad transformadora en cuanto nos permite mostrar relaciones de poder que pesan sobre las niñas y las mujeres, convirtiéndolas en las principales víctimas de la violencia sexual y el incesto, así como una suerte de doble moral, que sigue colocándolas a ellas como principales responsables de la prevención.

Es aquí donde entra en juego nuestra capacidad política para desmitificar la sexualidad; establecer sistemas sociales de enseñanza, no limitados a las aulas, que aborden la temática de manera integral, que muestren que no se trata solamente de tener un condón en la billetera ni de saber el ciclo menstrual, sino de conocer el cuerpo, decidir cuándo y cómo compartirlo con alguien, saber las implicaciones del contacto sexual, hablar de deseo y de consentimiento, reconocer la necesidad de re-aprender lo que sabemos y enseñamos a los niños, niñas y adolescentes sobre sexualidad y que estos aprendizajes, con apertura laica, fundamenten las bases de la nueva política pública de prevención del embarazo.

 

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