¿Un nuevo ajuste neoliberal en Ecuador?

FMI ECUADOR

Recientemente, Ecuador ha recuperado sus lazos con el Fondo Monetario Internacional (FMI) tras una década, marcada por la presencia en el gobierno de Rafael Correa, de ruptura de relaciones. El pasado 6 de julio, tras una visita de 14 días, los técnicos del organismo multilateral firmemente controlado por Estados Unidos, adelantaron una serie de recomendaciones para la política económica ecuatoriana. Según estos, el incremento del déficit fiscal y el alto nivel de deuda pública son los mayores desafíos que ha de afrontar el país. Asimismo, el FMI advirtió de que la economía ecuatoriana “parece estar enfriándose” en este último año, pese a las medidas “positivas” puestas en marcha por el gobierno de Lenin Moreno, mucho más cercano a la ortodoxia neoliberal.

Por otra parte, según diversos analistas, el acercamiento del gobierno ecuatoriano al FMI podría llevar al país a solicitar uno de sus créditos. De hecho, Lenin Moreno ha declarado que no descarta ninguna opción de financiación barata; los créditos del Fondo son baratos en términos de interés nominal, con respecto a la financiación directa en el mercado, pero lo son porque incluyen otras condiciones con un precio social que, tras más de 70 años de funcionamiento del organismo, nadie puede negar.

El FMI nació en 1945, en la conferencia de Bretton Woods, para tratar de estabilizar los tipos de cambio entre las naciones, en un contexto de dominio de los mercados por parte de Estados Unidos. La hegemonía de este país sobre el organismo ha sido incontestada durante décadas, así como la adhesión a la ortodoxia ultraliberal de la plantilla de técnicos y dirigentes del mismo, que ha incluido sin rubor a personajes como Rodrigo Rato,  político conservador español y director gerente del Fondo hasta 2007, que en 2017 fue condenado a cuatro años de cárcel en España  por un delito continuado de apropiación indebida entre 2003 y 2012, y que tiene causas judiciales pendientes por otros ilícitos relacionados con la corrupción.

Desde entonces, el papel del FMI ha sido trascendental en la gestión de los desequilibrios producidos en el seno de una economía global basada en la relación de intercambio desigual entre los productos manufacturados de las metrópolis centrales del sistema capitalista y las materias primas y productos agrarios vendidos por las naciones de la periferia. Un relación de intercambio desigual que, fundamentada sobre la función de reserva a nivel global del dólar estadounidense y sobre la hegemonía militar norteamericana, ha mantenido a América Latina en una situación de subdesarrollo económico y social con un gran coste en términos de sufrimiento humano.

Hay que tener presente que los créditos concedidos por el FMI vienen siempre acompañados de fuertes condicionalidades en términos de política económica. Nadie da dinero gratis y, por supuesto, los grandes poderes financieros occidentales menos que nadie.  Casi desde su misma creación, las condiciones que acompañan a los préstamos consisten en el cumplimiento de los llamados Planes de Ajuste Estructural que incorporan un refuerzo del  sector privado de la economía, la privatización de los sistemas de pensiones, de la enseñanza y de la sanidad públicas, reformas laborales para producir una importante bajada de los salarios y, en muchas ocasiones, el colapso de las condiciones de trabajo, la venta en los mercados internacionales de activos públicos estratégicos, devaluaciones monetarias favorecedoras de los grandes lobbies privados agroexportadores, etc…

La teoría de los técnicos del FMI es clara, como apunta Bruno Susani: ahorro menos inversión es igual al excedente o al déficit de la balanza de pagos. Y para los planes del Fondo el objetivo esencial es obtener el mayor excedente posible en la balanza de pagos con la finalidad de asegurar el pago de la deuda externa y la devolución del préstamo del organismo.  La diferencia positiva entre el ahorro y la inversión será mayor si la inversión es baja, lo que comporta una política de déficit presupuestario cero y de mínimo gasto posible por parte del Estado (lo que incluye al gasto social, negando de hecho el comprobado efecto multiplicador del mismo en la economía). Asimismo, el ahorro será mayor cuando la distribución del ingreso sea favorable a los ricos, que gastan una proporción menor de lo que ganan, y no a los pobres, que no tienen más remedio que gastar todos sus ingresos para subsistir.

Por supuesto, la aplicación práctica de toda esta baratilla teórica muestra un acusado sesgo imperialista: mientras el FMI recomienda la austeridad al Sur, imponiendo la restricción presupuestaria, durante la crisis iniciada en 2007 aceptó que Estados Unidos (con un 10% de déficit  en 2010), Alemania o Francia llevaran a cabo políticas monetarias expansivas que incrementaban su déficit. Al tiempo, la “sensibilidad social” del FMI es tan acusada que sus recomendaciones incluyen que en los países  del Sur donde se subvencionan determinados alimentos para los sectores populares más castigados, dichas ayudas cesen.

Todo ello lleva a una situación en la que las medidas exigidas como condicionalidad por el FMI simplemente no funcionan. O, por lo menos, no funcionan si el objetivo es el desarrollo económico del país y no la generación de una espiral sin fin de servidumbre por deudas y miseria creciente para las clases populares.  En Túnez, por ejemplo, después de los acuerdos con el FMI al calor de la primavera árabe de 2011, la deuda pública, lejos de disminuir, ha aumentado del 41% del PIB en 2010 al 71% en 2018, mientras el pago de su servicio se lleva el 22% del presupuesto tunecino.

Por su parte, Grecia comenzó en 2010 su relación con el FMI gracias a la concesión de un crédito de 40.000 millones de dólares. Hubo un desplome del PIB del 27%, caídas de un 40 % en el salario real de los trabajadores, así como en los montos por jubilaciones y planes sociales, un desempleo superior al 22% (el 50% entre los jóvenes) y una inversión real fija que bajó a la mitad en relación al PIB. Tras ello, en 2013, Olivier Blanchard, entonces jefe de los economistas del FMI tuvo que reconocer, lágrimas de cocodrilo mediante, que “la consolidación fiscal en las economías produce un impacto más importante en la caída de la tasa de crecimiento (de lo que se afirmaba). Esto implica que los multiplicadores fiscales (del gasto público y social) eran significativamente más elevados de lo que las previsiones estimaban implícitamente”.

Por supuesto, el FMI siempre reconoce haberse equivocado respecto a lo que hizo, pero de nuevo vuelve a aplicar la misma receta, una y otra vez. Se arrepiente del pasado que aplica draconianamente en el presente. Eso explica que, pese a que se diga que el FMI ya no es hoy el de ayer, y que sus políticas han cambiado, las medidas que se recomiendan sean siempre las mismas. Lo veremos en breve en Argentina, donde ya se apunta la senda de ajuste antipopular del gasto público y depresión de los ingresos y las condiciones de vida de la clase trabajadora, para pagar las deudas a los grandes financieros globales, que han sido siempre la marca de la casa del Fondo.

¿Es este el camino que quiere recorrer Ecuador? Las políticas del FMI no llaman a nadie a engaño y, respecto al país, el Fondo ya ha dicho sus palabras mágicas: “déficit fiscal” e “incremento de la deuda pública”. Las condiciones que acompañarían a un préstamo son absolutamente previsibles: contracción del gasto social, flexibilización de las relaciones laborales, venta de activos estratégicos estatales…. una política económica para las élites especuladoras y los financieros globales.

 

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