La situación social en la España del coronavirus
Desde el inicio de la crisis sanitaria provocada por la pandemia del coronavirus Covid-19, la situación social en el Estado Español se ha vuelto extremadamente turbulenta. Cerca de dos meses de confinamiento, con cierres masivos de empresas y el bloqueo de las fronteras, han impactado brutalmente sobre la economía española.
El confinamiento ha provocado que cerca de un millón de trabajadores fueran despedidos. Además, otros cinco millones han sido encuadrados en Expedientes de Regulación Temporal de Empleo (ERTE), lo que implica que han dejado de cobrar sus salarios y han pasado a poder reclamar la prestación de desempleo, que ronda el 70% de su sueldo anterior. A causa del colapso administrativo provocado por esta avalancha de solicitantes del “paro”, cerca de trescientos mil trabajadores afectados por los ERTE, no han recibido todavía su prestación.
Mientras tanto, cientos de miles de trabajadores autónomos (cuentapropistas, que se dice en América Latina) han tenido que cesar sus actividades, pasando a cobrar una prestación por cese de la misma cuantía que el desempleo. Multitud de pequeñas y medianas empresas se encuentran en una situación límite, ya que no saben si podrán volver a abrir a la salida del confinamiento, por las pérdidas acumuladas.
Los sectores más vulnerables (parados, trabajo sumergido e informal, trabajadoras sexuales, vendedores ambulantes, etc.) se han encontrado, de la noche a la mañana, sin nada que comer. Más de cien mil personas hacen cola en Madrid, en estos momentos, ante los bancos de alimentos gestionados por los grupos de apoyo mutuo de los movimientos sociales, la Iglesia, o las asociaciones vecinales. La miseria se ha vuelto ubicua y omnicomprensiva, alcanzando a sectores sociales que nunca habían imaginado encontrarse en esta dura situación.
Y las perspectivas de futuro no son, tampoco, halagüeñas. España es un país que depende fundamentalmente del turismo y la hostelería, que representan en conjunto cerca del 30% del PIB. El cierre de fronteras durante el confinamiento (que aún no ha terminado), la obligación de adaptar hoteles y restaurantes a exigentes medidas higiénicas y la necesidad de evitar aglomeraciones en las zonas turísticas, han impactado enormemente sobre la industria del turismo, generando una situación de colapso que puede mantenerse durante meses o años, si no se encuentra una vacuna para el coronavirus, o si no se consigue dar una sensación de normalidad que permita la vuelta de los visitantes extranjeros.
La construcción, el otro motor de crecimiento de la economía española en las últimas décadas, está en estos momentos lejos de poder inflar una nueva burbuja. La paralización de la llegada de los turistas ha motivado la bajada de los alquileres y de los precios de los pisos, al obligar a los propietarios a sacar los alojamientos turísticos de plataformas como Airbnb al mercado tradicional. Pero esto tampoco es un motivo de alegría para las clases populares: el hundimiento de las rentas de los hogares obreros y la dureza legal del confinamiento les impide hacer ningún movimiento para aprovechar esta bajada, mientras las ayudas públicas a inquilinos e hipotecados son insuficientes y dejan la puerta abierta una nueva ronda de desahucios, como la vivida durante la crisis del 2008.
Y la industria tampoco da alegrías. Nissan acaba de anunciar el cierre de su planta en la Zona Franca de Barcelona, lo que implica tres mil despidos directos y la pérdida de otros 27.000 empleos indirectos. La automoción en España representa cerca del 10 % del PIB y está constituida fundamentalmente por grandes plantas que ensamblan modelos de firmas transnacionales con sede en otros países (Renault, PSA, Volkswagen, etc.) y una potente industria de componentes construida al calor de dichas fábricas. El proceso de deslocalización de las plantas españolas, ya iniciado anteriormente, se retroalimenta ahora con el desplome del mercado automovilístico, las ingentes ayudas públicas de los gobiernos europeos a sus marcas nacionales (Francia ha ofrecido 5000 millones de euros a Renault y Alemania 2500 millones a su industria) y las tensiones originadas por el necesario proceso de transición ecológica hacia el coche eléctrico, en el que todavía no se ha conseguido que haya una fábrica de baterías en suelo español.
El resto de la industria sigue el mismo camino: Alcoa, fabricante de aluminio, cierra su planta de Lugo, dejando en la calle a 534 trabajadores; los fabricantes de azulejos, que exportan cerca del 80% de su producción, reclaman al gobierno que invierta en el capital de las empresas del sector, que han dejado de ganar 160 millones de euros.
Mientras tanto, la situación política es extremadamente compleja: el fuerte recorte de las libertades ejecutado durante el confinamiento ha garantizado al gobierno del PSOE y Podemos que la calle estuviera tranquila hasta hace unas semanas. Pero también ha provocado que los primeros en tomarla hayan sido los simpatizantes de la ultraderecha, que culpan al gobierno de la catastrófica situación provocada por la pandemia. Esto implica sorprendentes imágenes de manifestaciones y caceroladas en los barrios más ricos de Madrid, mientras se han prohibido todas las movilizaciones convocadas por las organizaciones de la izquierda social por el 1 de mayo o por la defensa de la Sanidad pública.
Los movimientos sociales y las organizaciones de las clases populares han desarrollado un amplio e incansable trabajo de solidaridad con los sectores más vulnerables y con la nueva miseria (despensas sociales, plataformas de parados, iniciativas de apoyo mutuo, etc.) Los sindicatos combativos han contribuido a garantizar las imprescindibles medidas de seguridad e higiene en los puestos de trabajo, dando remarcables batallas, como la que llevó a la paralización de actividades por la existencia de riesgos graves e inminentes para la salud de los trabajadores en Konecta, la mayor empresa de call center del país. Pero todas estas victorias son incompletas: Konecta siguió abriendo algunos de sus centros, pese a las resoluciones de la inspección de trabajo, y las despensas sociales sólo pueden paliar, pero no revertir, el aumento desmesurado de la pobreza.
Las medidas del gobierno, por otra parte, han sido muy limitadas, pacatas y más publicitarias que reales. Muchos de los trabajadores en ERTE siguen sin cobrar, la moratoria de alquileres e hipotecas es más imaginaria que real, las medidas relativas al alquiler de los locales de negocio (que hubieran podido evitar la quiebra de muchos autónomos) son nebulosas e inconcretas. El Ingreso Mínimo Vital, aprobado con bombo y platillo esta misma semana, no constituye una renta básica de ciudadanía universal, incondicional y garantizada, sino una renta mínima (muy mínima) sometida a numerosos requisitos y mecanismos disciplinarios.
Sin embargo, el corazón del problema no es la ubicuidad de la crisis, la brutalidad de los efectos del confinamiento, la pusilanimidad del gobierno o la creciente agresividad de la ultraderecha. El corazón del problema es la pasividad y confusa atonía de gran parte de la izquierda social, que considera que movilizarse, en estas circunstancias, es hacerle un favor a la derecha, y que ha deglutido, hasta atragantarse, la ideología del pesimismo, el conformismo y la falta de imaginación expandida hasta el hastío por la izquierda parlamentaria.
Construir un pueblo fuerte empieza por solucionar problemas reales a personas reales. Pero también precisa hacerles conscientes, mediante un diálogo sin límites ni dogmas, de que su problema fundamental no es una cuestión de ayudas, subsidios o donaciones. Sino de justicia social y de reparto efectivo del poder. De democracia, es decir, poder directo del pueblo, por el pueblo, y para el pueblo.
Sólo el pueblo salva al pueblo. Pero para eso el pueblo ha de estar despierto y organizado autónomamente. Ha de ser un sujeto activo y consciente, no una masa amorfa que repite las consignas que vienen desde arriba. Por mucho que ahí arriba estén los que dicen ser pueblo. El pueblo ha de encontrar en las calles su propia energía y su vitalidad.