Cuando las "chicas de casa" cuestionan la comodidad de los indiferentes
Después del impacto mundial que ha generado la performance Un violador en tu camino -creado por el colectivo de chilenas Las Tesis para denunciar la violencia estructural que sufren las mujeres- han aparecido voces que cuestionan a quienes hemos replicado la puesta en escena en otras partes del mundo. Además de las burlas y mofas por la forma en la que las mujeres movemos nuestros cuerpos al ritmo de la coreografía en los distintos espacios públicos, de nosotras se ha dicho por ejemplo, que después de cantar “el violador eres tú”, somos las mismas que “perreamos hasta el suelo los fines de semana” o las que “nos paseamos a las tres de la mañana en minifalda como quien deja un filete en el plato junto al perro mientras se va al baño”.
Ciertamente, muchas de las personas que defienden esos argumentos, son también quienes creen que somos las mujeres quienes -por andar de ingenuas- nos metemos solitas en la boca del lobo. Es decir, nosotras nos buscamos lo que nos pasa, porque no tomamos las precauciones adecuadas. Además de eso, confiamos en exceso en la gente y no nos mantenemos como verdaderas chicas de casa que, en lugar de quedarnos en nuestra habitación, preferimos salir un viernes a altas horas de la noche con actitud provocadora.
Al parecer la lógica que aplica a otros delitos y que defiende el hecho de que ninguna persona sale a la calle con la predisposición a ser secuestrada, robada o asesinada, no tiene sentido cuando se trata de la violencia ejercida contra las mujeres. En nuestro caso, para muchos, nosotras si nos levantamos cada día con la voluntad de atraer a acosadores, agresores sexuales y feminicidas hacia nuestro radar, por eso nos vestimos o bailamos de una forma determinada.
Y, por si fuera poco, las mujeres también somos culpables de “meter a todos los hombres en el mismo saco”, al calificarlos a todos como potenciales violadores, y de no reconocer las supuestas psicopatías y anomalías mentales de los victimarios, porque “todos los agresores tienen algún tipo de enfermedad mental, por su puesto”. Termina siendo también nuestro error no reconocerlas a tiempo.
Y como si lo anterior no fuese suficiente, nosotras tenemos que llevar además sobre nuestros hombros, el repudio generalizado de la gente que se asombra horrorizada por ver muros y monumentos pintados después de nuestras movilizaciones pidiendo justicia para las víctimas de la violencia. Todo esto por cuanto los bienes públicos los pagan los ciudadanos con sus impuestos, y nosotras somos unas anarquistas inconscientes con nula consideración hacia el bien común y la propiedad privada. Además, cargamos con la responsabilidad de actuar como ridículas cuando en lugar de marchar, detenemos el tráfico cantando y bailando para expresar nuestro hartazgo frente a la sociedad. Esta sociedad que prefiere encubrir a violadores y feminicidas en lugar de creer en nuestra palabra.
En efecto, todo se reduce a eso: a compararnos a nosotras con filetes en un plato y a los violadores con perros hambrientos. Y como nosotras guisamos el contexto en las que nos convertimos en filetes listos para ser devorados, somos culpables de todas las circunstancias que nos convierten en presas fáciles del “irrefrenable impulso visceral que arrastra a los machos a cumplir con sus obligaciones biológicas”. Mientras estas posturas se ven reforzadas por los sectores más conservadores y reaccionarios, poco o nada se cuestiona la forma en la que el patriarcado justifica y legitima la violencia machista. Termina por culpabilzar a las víctimas, y también naturaliza sobre los hombres una supuesta necesidad de poseer los cuerpos femeninos, atendiendo a sus deseos innatos de demostrar una masculinidad hegemónica.
Justamente es esa realidad normalizada la que impide creer y construir otras posibles formas de vida, en la que los cuerpos de las mujeres no sean vistos como objeto de consumo desechable. Bajo estas premisas resulta imposible una sociedad en la que los hombres no sobreentiendan que una falda corta les da luz verde para tocarnos o violentarnos, únicamente por contar con el visto bueno y la complicidad de una sociedad que los encubre y defiende.
Cuando nosotras interpretamos Un violador en tu camino y cantamos, “el violador eres tú”, no estamos afirmando que todos los hombres son agresores. Estamos poniendo énfasis en la responsabilidad que tienen, por un lado, el Estado -como por ejemplo el ecuatoriano- que, pudiendo tomar acciones radicales para prevenir feminicidios, violaciones o el acoso, decide reducir para el 2020, en un 84% el presupuesto para la implementación de la Ley de prevención de la violencia contra mujeres y niñas. Este pasó de tener una estimación original de 5´408.561 USD a $876.862 USD. Ese es el mismo Estado que, teniendo la posibilidad de implementar justicia frente a los victimarios, opta por sostener y cobijar la impunidad.
Y, por otro lado, también señalamos la responsabilidad que descansa sobre los hombres y la sociedad en general, que prefieren pretender enseñarnos a ser unas dignas chicas de casa, que sepan cómo vestir y qué lugares frecuentar para no ser violadas. Todo esto, mientras se niegan a reconocer mecanismos de enseñanza, como por ejemplo la educación sexual integral, que permite a los niños y niñas aprender, entre tantas cosas, a entablar relaciones sociales y sexuales basadas en el respeto a las decisiones y deseos de los otrxs. También señalamos a las personas que levantan la voz horrorizadas cuando ven monumentos pintados, pero que callan cuando sus amigos envían a los chats fotos íntimas de mujeres sin su consentimiento, o cuando se enteran de las drogas que el galán de la fiesta decidió echar en la bebida de su amiga para dormirla y violarla.
Esta problemática ni se trata ni se centra en una guerra de buenos contra malos, ni de mujeres contra hombres. Esta es una declaración de guerra contra una estructura que legitima los abusos de poder, ejercidos desde masculinidades patriarcales. Es ese sistema patriarcal el que hace que normalicemos la ausencia del Estado frente a su rol en la prevención, justicia y reparación integral de las víctimas de violencia de género. Termina por ser cómplice también la actitud pasiva de una sociedad que ha decidido colocar a las mujeres como el blanco de toda la culpa si nos violan, desaparecen o matan.
En esa guerra -que fue declarada contra nosotras desde un principio por el Estado patriarcal- nosotras seguiremos luchando sin tregua, desde nuestros espacios cotidianos, y en las grandes movilizaciones. Seguiremos mostrando las tetas en las marchas, pintando paredes, cantando y haciendo coreografías, no porque nos parezca divertido, sino porque compartimos nuestra digna rabia al saber que solo juntas y en común resistimos. Ustedes deciden de qué lado de la trinchera se colocan. Pueden seguir llamándonos feminazis o pueden elegir implicarse desde ahora y dejar las complicidades que legitiman la violencia. Es fácil. Solo hay que dejar de callarse y ser indiferentes frente a la injusticia y empezar, por ejemplo, denunciando a los panas que comparten por chat fotos íntimas de sus ligues. Invertir energía en esto suma más, que la que invierten en entender cómo se puede ser feminista y perrear hasta abajo. Nosotras hace rato entendemos que, si no bailamos, no es nuestra revolución.
Referencia fotográfica:
www.hispanicla.com