La angustia marxista
“El gran logro de Marx fue demostrar que todos los fenómenos que a la conciencia burguesa cotidiana le parecen simples desviaciones, deformaciones contingentes y degeneraciones […] (crisis económicas, guerras y demás), abolibles mediante el mejoramiento del sistema, son productos necesarios del propio sistema, los puntos en los que “la verdad”, el carácter antagónico inmanente del sistema, irrumpe” Slavoj Žižek.
Cada cierto tiempo conviene recordar que un posicionamiento marxista implica no sólo la adopción de un marco teórico, crítico, conceptual y estratégico para la interpretación de las relaciones de producción, las lógicas de explotación que condicionan nuestros vínculos con el trabajo y las dinámicas de acumulación patológica que determinan nuestras interacciones sociales; asimilar e interpretar la existencia desde el marxismo supone un cuestionamiento y una reconfiguración permanente de nuestra sensibilidad y nuestra mente. En otras palabras, Marx y Engels claramente sentaron las bases de la teoría político-económica más potente y versátil de la historia, pero más allá de eso y principalmente, inauguraron una ontología, es decir, una forma de percibir, interpretar e interactuar con la totalidad de lo real: los cuerpos, las cosas, las ideas, las palabras, sus devenires y la continua irrupción de lo desconocido y lo impredecible.
La extensión y la profundidad del trabajo de Karl Marx, Friedrich Engels y sus múltiples herederxs (tan disímiles como Lenin, Jean-Paul Sartre, José Carlos Mariátegui, Agustín Cueva, Angela Davis, Silvia Federici o Slavoj Žižek) tiene una amplitud temática y categorial tan avasalladora que bien puede a suscitar confusiones entre los elementos nodales y los elementos flotantes del método (la ontología) del marxismo, entre lo general y lo particular. En este sentido, resulta crucial que desde nuestra militancia nunca dejemos de visibilizar lo que nos define como marxistas y orienta nuestro accionar revolucionario, aquello a lo que bajo ninguna circunstancia podemos renunciar, pero también aquellos componentes de nuestra lucha y nuestro ser que deben transformarse frente a una realidad que inevitablemente sobrepasa y subvierte cualquier proyección y expectativa, para bien y para mal.
Para iniciar y tomar vuelo, tal vez sea conveniente volver sobre uno de los fundamentos del materialismo histórico-dialéctico: el mundo que habitamos y las relaciones que en él y con él establecemos, se configuran a partir la tensión e interacción entre fuerzas contradictorias, ambiguas, simultáneas, con frecuencia antagónicas, variables y en incesante movimiento. Cabe señalar que esto aplica no únicamente a lo corpóreo y lo tangible sino a la psique, a las subjetividades e intersubjetividades que derivan de lo físico para luego retroalimentarlo y modificarlo. Encarar el inherente carácter tensional y fluctuante de todo lo existente es la mayor fortaleza y a la vez el mayor desafío del pensamiento y de la praxis marxistas. Así, el planteamiento de la lucha de clases como motor de la historia, otro puntal ineludible del marxismo, tiene que ser abordado con la vasta complejidad que la dialéctica materialista exige, eludiendo las comodidades del dogma, de los esencialismos y las generalizaciones.
Ni la noción de lucha ni la noción de clase, como las entendían Engels y Marx, pretendieron ser introducidas como categorías cerradas y definitivas, sino como instrumentos de análisis y acción política lo suficientemente abarcadores y adaptables para asimilar la implacable movilidad de los procesos históricos, pero sobre todo para detectar tan rápido como sea posible los nuevos disfraces y las nuevas máscaras que adoptan las prácticas de opresión y explotación de ciertos grupos sobre otros. Porque si el reconocimiento de la condición contingente, contradictoria y fluctuante (dialéctica) de lo real es uno de los pilares del marxismo, la toma de posición en favor de lxs explotadxs y oprimidxs lo es en el mismo nivel de importancia.
Ser marxistas no tiene nada que ver con la compulsión taxonómica y dogmática por decretar irrevocablemente y ad infinitum quién pertenece o no la clase obrera con base en criterios del siglo XIX, utilizando miserablemente nuestros textos fundacionales como si de un manual de biología o de la piedra de los mandamientos se tratase; no se trata de asumir torpemente que ya tenemos todas las respuestas y que si las repetimos hasta la saciedad el comunismo es inevitable. Es indispensable no olvidar nunca que, como la aplicación rigurosa de nuestro método revela, la lucha que libramos se recrudece, se complejiza y adquiere nuevos matices a cada momento; la clase dominante afila incansablemente sus armas e inventa otras tantas para suprimir cualquier intento revolucionario; y la explotación capitalista siempre encuentra nuevos territorios, cuerpos y conciencias sobre los cuales expandirse.
Es entonces cuando aparece la angustia, que una sensibilidad marxista llevada con honestidad hasta sus últimas consecuencias, acarrea ineludiblemente, ya que no admite ninguna posibilidad de bajar la guardia ni de ponernos cómodxs. La inercia brutal del capitalismo (vestido con cualquiera de sus estrafalarios trajes, tramposamente rojos en excesivas ocasiones) es capaz no sólo de masacrarnos y eliminarnos físicamente, sino de infiltrarse en nuestras filas e inyectar sus toxinas hasta deformarnos y convertirnos en juguetes o escudos de la burguesía.
Es una angustia que nos persigue y nos asfixia, que puede arrastrarnos a la desesperación, a la locura o al suicidio; pero al mismo tiempo su presencia nos recuerda que el mundo en el que vivimos le pertenece al enemigo, todavía. Tal vez no se trata de acallarla sino de transitarla y descubrir aquello que nos señala. Me atrevo a afirmar que ha sido precisamente esa angustia la que históricamente nos ha posibilitado la detección de los tétricamente numerosos tentáculos de la perversión burguesa, descubriendo en el camino a nuestrxs hermanxs de lucha: así los cuerpos oprimidos por la misoginia y la racialización, así las disidencias y los animales no humanos. Tal vez, encarar y atravesar la angustia es la ruta del verdadero amor entre camaradas.
Quizás, del otro lado de la angustia por fin nos espere la revolución.