Quédate en casa, una medida con privilegios
El quédate en casa es y será una medida acertada en la situación de contagio, cuando las condiciones de protección del Estado favorecen el cuidado de todas las personas, sin embargo, en sociedades como las nuestras donde la inequidad y la desigualdad social se constituye en un factor que puede provocar mayores dificultades en momentos de crisis sanitaria, pues se asocia no solamente al cuidado de la salud, si no a la sobrevivencia socio-económica. En momentos como este, donde la catástrofe se volvió inminente, haciendo referencia a la pandemia del covid-19, deviene la catástrofe social, ambos escenarios se mimetizan, y emergen comportamientos propios de la situación del desastre.
Una primera reacción es el miedo a la amenaza, con el temor proyectado hacia afuera, por ello la vía pública se percibe peligrosa, lo invisible del objeto del desastre complica percibir el origen de la enfermedad. Y es inevitable la prohibición de circulación, el problema radica –que- es, en ese espacio que miles de personas trabajan para el sustento de su supervivencia, y son los que garantizan la circulación de los insumos para la alimentación, me refiero a los mercados populares, y otros lugares que cumplen con la misma función.
Para evitar el contagio, se procede al desalojo de los lugares públicos y productivos, y la casa se convierte en el lugar -en apariencia seguro-. Los espacios de encuentro y de circulación se vuelven prohibidos. Tanto el miedo como la prohibición genera lo que se denomina un bloqueo afectivo, que produce actitudes de rechazo, retraimiento, y egoísmos.
Lo visible de este bloqueo afectivo, lo hemos visto en especial en las personas que viven de su trabajo autónomo, ambulantaje o pequeño comercio, no es que sean desobedientes como se pretende decir, el imperativo ¿de donde obtengo los recursos para sobrevivir? Se torna en idea angustiante, es lo que lo produce y que se multiplica hacia otros espacios, hay que recordar que la gente que vive de los pequeños comercios, son los que permiten la distribución de los insumos para vivir.
¿Qué sucede entonces con otras formas de trabajo?, aquellos que se encuentran en las pequeñas y medianas unidades productivas (artesanos, trabajadores de servicios, trabajadores de expendio de comidas de pequeños capitales), el desamparo se vuelve generalizado, porque un alto porcentaje de la población tiene ahí su fuente de sobrevivencia, y son los que sienten más rápidamente la escasez, ya no es el miedo a la enfermedad si no al hambre. El bloqueo afectivo produce, además, indiferencia, inmovilidad, y ocasiona la falta de cooperación, por sobre todo emerge el egoísmo de clase internalizado en nuestra vida cotidiana.
Las medidas tomadas por el Gobierno y otros en América Latina están instaladas para proteger los grandes capitales y no a los trabajadores, bajo el supuesto de enfrentar la crisis en forma colectiva. Se habla de que todos debemos enfrentar la crisis, sin embargo, somos los trabajadores los que finalmente sostenemos los aprietos, las élites no renuncian a nada, y se nos obliga a ceder porcentajes de nuestros salarios, y en el peor de los casos se obliga a la renuncia laboral, ahondando la inestabilidad que ya la estamos viviendo, mucho antes de que se produzca la pandemia.
El miedo, el bloqueo afectivo, es en primera instancia el sostén de la resistencia al cambio, acompañado de la situación de pánico, en las élites es donde potencialmente se produce esta forma de rigidez, Pichón-Riviere (psicoanalista argentino) decía que este tipo de comportamiento permanece aferrado a una fantasía, en este caso es pensar que, si hubiesen tomado las medidas en el mes de octubre, nosotros no estaríamos viviendo la catástrofe, el pago de los intereses de bonos-deuda lo confirman. El altruismo de las élites, son consecuencia de esta resistencia al cambio, son actos proselitistas que no logran proteger a nadie, y toman por asalto la función social de liderazgo. Esto provoca, en la población la perplejidad, pérdida de control y puede crear fenómenos colectivos de “graves consecuencias, actitudes de huida, tumulto, furia y desenfrenada agresión” (Pichón-Riviere: 2002) y una profunda sensación de desamparo, pues se atenta con lo que nos garantiza mínimamente la vida, la salud y el trabajo.