Chile ante el estallido de la revuelta popular
Chile, territorio que hace pocos días atrás había sido denominado por el presidente Sebastián Piñera como un “oasis de estabilidad” en América Latina, está sumido en una revuelta social de magnitudes aún no aceptadas. Se dice en los medios que esta es “la mayor desde la vuelta a la democracia”. La verdad es que no queda muy claro cuál podría ser el punto de comparación. Esta revuelta tiene características diferentes, marcada por un odio engendrado por la paradoja permanente de vivir la miseria en una sociedad donde el dinero lo es todo.
El Estado de Chile es el que llevó el neoliberalismo más lejos en el mundo. Se sabe, y parece un cliché decirlo nuevamente, pero ocurre que para entender lo que está pasando es necesario recordarlo otra vez. En la sociedad chilena, todos los servicios básicos y sociales están privatizados, para todo hay que pagar, y la ideología de lo que se denomina la sociedad de consumo en Chile es especialmente potente y poderosa: “sin dinero, eres nadie”.
Tanto es así, que toda la existencia de las denominadas clases medias se ha edificado en base al endeudamiento, porque los salarios son bajos. Y para facilitarle el endeudamiento a todo el mundo, existen en este país las formas más diversas y sofisticadas de acceder a la deuda. La gente está endeudada con el banco, con la multi-tienda, con el supermercado, con sus amistades, con familiares, y la lista sigue.
Esta situación se edificó y profundizó durante treinta años hasta el punto actual, en el que el caldero estaba hirviendo, a un grado de estallar. Y que no se diga que los pueblos no avisaron, que no trataron de hacerse escuchar de muchas formas. Cientos de marchas, paros y concentraciones, algunas de ellas increíblemente masivas se vienen sucediendo desde fines de la primera década de los 2000, como las de estudiantes secundarios y universitarios, el movimiento NO+AFP y el movimiento feminista. Años y años de marchas tradicionales no fueron escuchados por el Estado, bajo la convicción de que la sociedad chilena no iría más allá, de que los dominados siempre se adaptarían y manejarían sus impulsos.
Así las cosas, el más reciente aumento al precio del metro de Santiago fue apenas la gota que rebalsó un gran vaso. El rebalse comenzó con las evasiones masivas -ingresar a los andenes del metro sin pagar pasaje, saltando los torniquetes- de estudiantes secundarios, los que fueron duramente reprimidos por la policía, iniciando una escalada de protestas impensadas para la mayoría.
Los primeros tres días la ira popular saqueó e incendió decenas y decenas de estaciones de metro, bancos, farmacias, sucursales de AFP, oficinas públicas y supermercados por todo el país. Esto fue una clarísima reacción frente a todas las empresas e instituciones que representan las cadenas de la deuda y el agobio que pesan sobre las clases dominadas.
El gobierno, como era de esperarse, respondió fiel al principio del Estado, haciendo uso de uno de sus pilares estructurales históricos: el monopolio de la fuerza organizada. Declaró estado de emergencia y decretó toque de queda para las principales regiones del país, llenando las calles de militares e iniciando un duro proceso de represión, el cual se ha visto enfrentado a una desobediencia de dimensiones esperanzadoras. El pueblo movilizado en las calles no respeta el toque de queda. Se queda, se enfrenta, se repliega, vuelve a la calle, sale a los cacerolazos, levanta barricadas. Inclusive hay familias que han salido a tomar el té, sacando sus mesas a la calle en pleno toque de queda, en una clara demostración de que las clases oprimidas chilenas no están para volver a ver sus ciudades bajo la bota militar, y de que la ya famosa frase de Piñera: “estamos en guerra contra un enemigo poderoso”, es una imbecilidad de proporciones estelares. Lamentablemente asistimos con mucho dolor la muerte de compañeros y compañeras de clase, especialmente quienes han sido asesinados por el terrorismo de Estado: baleados y atropellados por fuerzas militares y policiales. De hecho, en apenas 5 de días de movilización ya van 2.643 detenidos, 15 personas muertas (y en aumento) y 84 heridas por armas de fuego. A esto se suman torturas, violaciones y vejaciones varias.
Pero todo este estallido social tiene un pie cojo. Ocurre en momentos en los cuales nuestro mundo popular carece de organizaciones de clase preparadas para avizorar un horizonte revolucionario. El discurso de los nuevos pactos sociales y las correcciones capitalistas -muy al estilo de los países europeos que tuvieron que levantar sus mercados laborales luego de guerras civiles y crisis económicas- es muy potente, no solamente en el bloque en el poder, sino también en las fuerzas de izquierda que pretenden acceder al Estado. Ante este escenario, la tarea revolucionaria es doble. Por un lado seguir construyendo auto-organización y desarrollar esa capacidad popular que tanto falta, y por otro, insistir en demandas que desborden los estrechos márgenes de un pacto social con la burguesía.
Fotografía:
Felipe Igor Garrido Diaz