Desde abajo: el antagonismo que primó
En las elecciones generales del pasado 27 de octubre, Alberto Fernández (Frente de Todos) fue electo presidente de la República Argentina. Mauricio Macri (Juntos por el Cambio), por su parte, se convirtió en el primer Jefe de Estado de la historia nacional que intentó reelegirse sin éxito. La oposición política frenó por una amplia diferencia de votos, el ciclo neoliberal abierto en diciembre de 2015. ¿Cómo sucedió esto?
El gobierno de Macri, en términos económicos, se caracterizó por reintroducir en la Argentina la agenda neoliberal. Rápidamente redujo la presión fiscal sobre los sectores más concentrados de la economía (agroexportador, megaminería a cielo abierto); disminuyó la inversión en educación, salud, ciencia y tecnología; propició mediante la eliminación de regulaciones en el mercado de cambios, la fuga de capitales más extraordinaria de la historia democrática; se alineó con los países de noroccidente, impulsando un acuerdo de libre comercio con la Unión Europea con los fines de reprimarizar la economía; redujo casi hasta anular los subsidios a los servicios básicos (electricidad, gas, agua y transporte); consagró una reforma previsional que dinamitó el poder adquisitivo de jubilados y pensionados; fomentó las importaciones mediante la desregulación del comercio exterior, asentando un duro golpe a la industria nacional; a los fines de reducir el gasto público, despidió a miles de empleados y convirtió a los Ministerios de Salud, Trabajo y Ciencia, Tecnología en Innovación Productiva, en Secretarías; etc.
La aplicación de todas estas medidas no podía tener otro destino más que el de generar una de las crisis más importantes de la historia del país. La dimensión de esta crisis fue tal, que el Gobierno tuvo que apelar al financiamiento del último prestamista: el Fondo Monetario Internacional (FMI). En una de las decisiones geopolíticas más trascendentes de estos años, el FMI otorgó, por decisión del gobierno de los Estados Unidos, un crédito de 57 mil millones de dólares, un valor que equivale a la mitad del Producto Bruto Interno (PBI) del Ecuador. Se trata del préstamo más grande otorgado por dicha institución a un Estado. Para su jugada, la Argentina debía ser un “nuevo ejemplo exitoso” de la ortodoxia. Como todos sabemos, eso no ocurrió.
La aplicación de las medidas de ajuste estructural llevó a un deterioro extraordinario de las condiciones de vida de la enorme mayoría de la población. Para tener un ejemplo categórico, si en 2015 el salario mínimo medido en dólares alcanzaba un total de 580, para 2019 este valor se había reducido hasta por debajo de la mitad. En efecto, en la actualidad el salario básico supera, con suerte, los 250 dólares. No por nada casi el 40% de los argentinos hoy es pobre.
En tal contexto, la sociedad daba cada vez más señales de hartazgo. Si las manifestaciones son un diario vivir en la Argentina, estas se multiplicaron. Ya a fines de 2017, y luego de las elecciones de medio término, una enorme movilización ciudadana (protagonizada por los más diversos sectores) rechazó la reforma previsional que el Gobierno logró aprobar en el Congreso. Este fue el primer golpe de gracia que recibía el gobierno de Macri en las calles. Durante 2018 y principios de 2019, además de las movilizaciones, ya todas las encuestas daban a Macri en caída, al igual que su credibilidad y la imagen sobre su gestión.
Luego de fines de 2017, entonces, buena parte de la oposición que tendía a relativizar las reacciones sociales en contra del ajuste, tuvo que revisar su estrategia. La movilización contra la reforma previsional había mostrado que la ciudadanía, más allá de estar a favor de unos u otros partidos u actores políticos, se estaba posicionado mayoritariamente contra la radicalización del ajuste estructural.
Desde ese momento, se comenzó a instalar con fuerza una idea clave en el debate político: el neoliberalismo es el límite, y, por tanto, quienes lo aplican. Cada vez con más fuerza, las bases de distintas organizaciones y partidos empezaron, desde abajo, a exigir una convergencia amplia para resistir de manera categórica al ajuste. Así, poco a poco, las dirigencias de las fuerzas de oposición ubicadas en distintas facetas del progresismo nacional, comenzaron a reconstruir sus vínculos (de lo contrario quedarían deslegitimadas ante sus bases). Esta convergencia cristalizó bajo diversas formas. Desde el accionar conjunto en el Congreso Nacional, pasando por el rechazo público a las medidas por venir, hasta la movilización social. En ese contexto, Macri no tardaría en ser acreedor de varias derrotas políticas, siendo una fundamental: evitar el envío del tan anunciado proyecto de reforma laboral al Poder Legislativo.
Ahora bien, más allá de las distintas formas de acercamiento y convergencia, buena parte de las dirigencias y cuadros medios de las organizaciones políticas y sociales del amplio espectro progresista/popular argentino todavía se veían con desconfianza. Era evidente: durante el ciclo político anterior se habían sucedido una cantidad de conflictos que parecían haber roto todo tipo de vínculo entre estos. Ni el diálogo para ver si era posible dialogar podía concretarse entre ciertos sectores. No obstante, se acercaba un momento clave: el proceso electoral.
La mayor parte de los actores que se enfrentaron a la agenda neoliberal consideraban que era fundamental derrotar en elecciones democráticas a la coalición política que la aplicaba. Sin embargo, y además de las desconfianzas, el gran dilema para lograr tal objetivo era que solo con el peronismo/kirchnerismo no alcazaba, pero sin este no era posible. Por tanto, los sectores del variopinto espectro nacional-popular deberían decidir si ser, en primer lugar, anti-neoliberales o anti-otro-actor-político.
En este camino, los esfuerzos de acercamiento fueron a doble banda. El peronismo/kirchnerismo demostró varios gestos de una oportuna, necesaria y pública autocrítica. Tal así que su propia conductora, la ex presidenta Cristina Fernández, decidió no ser la candidata a la primera magistratura del país. Por otro lado, los sectores nacional-populares, de la vertiente no peronista ni kirchnerista, vieron en esas autocríticas una oportunidad para reconstruir lazos de confianza. Estos presionaron por asegurarse, entre otras cosas, que el frente común contra el neoliberalismo sería respetuoso de las identidades de todos y que la gestión política de esa relación sería de respeto y mutuo reconocimiento.
Con todo, el esfuerzo de ambas partes, empujadas por la presión de la mayoría de la sociedad y de sus propias bases, se consumó en un armado político-electoral que hoy muestra la presencia equilibrada de todas esas fuerzas. Esto fue clave no solo para ganar la elección, sino para asegurar a futuro las condiciones de gobernabilidad de un país devastado. Así, y desde abajo, primó un antagonismo sobre otros tantos posibles: antineoliberales vs neoliberales. Quienes no formaron parte de esa confluencia antineoliberal, rápidamente quedaron al margen de la disputa política principal y el mejor ejemplo de eso fue el magro resultado electoral que alcanzaron.
La Argentina, y por no lograr una confluencia -al menos en las calles y en el Congreso- con anterioridad, hoy se encuentra en una situación de extrema vulnerabilidad. La nueva coalición que gobernará desde el 10 de diciembre de este año tiene un enorme desafío por delante: salir de la crisis sin ajustar al pueblo, en unidad y surfeando en un mundo y una región en extremo convulsionados.