Perú: sangre y ¿esperanza? (II)

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Miércoles 18 de Noviembre de 2020

Perú no tuvo su octubre rojo en el 2019, pero sí ha tenido su noviembre de sangre y esperanza en este trágico 2020. Mientras América Latina se sacudía en medio de convulsiones sociales, desde Haití hasta Chile, pasando por Colombia, Ecuador y Bolivia, Perú parecía sobrevivir a un miasma que llenaba de hastío a la nación, pero que era insuficiente para derramar ese vaso de indignación que permitiera sacudir la conciencia social. En medio de ese desencanto, y alentados por un Presidente como Martín Vizcarra, los peruanos aplaudieron a rabiar la disolución constitucional del Congreso de la República en el 2019 porque la guerra contra la mayoría fujimorista en el parlamento (73/130) se había vuelto insostenible y, sobre la cabeza de Vizcarra, pendía una espada de Damocles. Nunca imaginaron que la cura iba a ser peor que la enfermedad.

Cuando en el 2016 los peruanos eligieron a Pedro Pablo Kuczynski como Presidente, lo hicieron movidos por su oposición al fujimorismo. Fueron al balotaje con las narices tapadas, para que no gane la hija del exdictador Alberto Fujimori, y porque conocían perfectamente que PPK era un viejo político que se había mantenido en el poder, o cercano a él, negociando con empresas extranjeras en los últimos 50 años. Un viejo corrupto con apellido complejo que presumía de sus estudios y jugaba con esas supuestas recetas para salvar al país. En vez de una esperanza, Perú conoció un revés que abrió a una crisis de la que, 4 años después, aún no puede salir.

Apenas unos meses en el cargo, se revelaron las conexiones de PPK con Odebrecht y con otras empresas. Como un efecto dominó el caso Lava Jato salpicó a toda las grandes empresas y políticos conocidos en Perú. PPK renunció ante su inminente vacancia, pero asumió Martín Alberto Vizcarra Cornejo, su primer Vicepresidente, quien subió al poder tras negociar la cabeza de PPK con el fujimorismo. A cambio, el fujimorismo intentó someter a Vizcarra. Como representante del Ejecutivo, Vizcarra inició una guerra contra el Congreso fujimorista que terminó con la disolución. Solo pasaron meses para que el nuevo Congreso terminara vacando a Vizcarra en medio de acusaciones de millonarias coimas a favor del exgobernador de Moquegua, y apetitos de poder en su entorno más cercano. Curiosamente, en este nuevo escenario, el reducido grupo fujimorista jugó como aliado del gobierno en más de una ocasión, sobre todo en la primera intentona de vacancia.

La elección de Manuel Merino de Lama como nuevo Presidente de la República, quien en ese momento ocupaba el cargo de Presidente del Congreso, no fue ilegal, pero sí ilegítima. Duró apenas 6 días, pero puso a todo el país en vilo. La población lo desconoció ipso facto. Los medios de comunicación e incluso la Confederación de Empresarios apoyaron la toma de la calle por la inmensa mayoría de la población peruana. Hasta los periodistas que durante años llamaron terroristas a todo aquel que protestaba, esta vez estaban alentando a la rebeldía, e incluso a la insurgencia, apelando a principios libertarios en la línea del contractualismo del siglo XVIII. Muchos dejaron la anuencia permanente para vestirse con ropajes de Locke, Montesquieu, Voltaire e incluso de Rousseau.

Por supuesto, la calle estaba un paso por delante de los medios masivos. Espontáneamente, la multitud amorfa alzó su voz de protesta y se agolpó a las plazas y avenidas. Quienes no salieron, repicaron sonoros cacerolazos en todas las ventanas del país. Como nunca, los medios cubrieron durante horas ininterrumpidas, incluso hasta la madrugada, los repertorios de resistencia, la arremetida policial, y la escenificación de la protesta. Merino se vio obligado a renunciar.

¿De qué se trata todo esto? ¿Ante qué escenario estamos?

Es común sostener en Perú que somos herederos de un espíritu ultraconservador, de mentalidad racista y criminal; bastión final de la monarquía española y tierra de la “criollada”, la evasión de la ley, etc. Sin embargo, el desarrollo de la conciencia política en diversos momentos de la vida republicana del Perú, en especial en el siglo XX, empezó a menguar esa relación raza-poder. La lucha de clases, como era de esperarse en un país de abismos extremos, conllevó a una radicalización que terminó en una guerra civil que convivió con una crisis económica galopante en los años 80. Ello allanó el camino para que en los 90 el gobierno de Fujimori no solo aplicara recetas neoliberales amparado en una nueva Constitución que privilegia el mercado por encima del bienestar común, si no que sumergiera al Perú en una informalidad e ilegalidad; un capitalismo gore en el que los empresarios y la inmensa mayoría de la población hicieron de la evasión de la ley y de la ruta de la ilegalidad su clima natural.

Después de convertir al país en cueva de culebras y grillos, la gran burguesía celebró el camino del “otro sendero”. Ese que, tras abandonar la política y los ideales de revolución de los ochenta, se arropó con la visión empresarial de la competencia en medio de una descomunal desigualdad de condiciones, pero con un poderoso concepto-dispositivo: la “libertad”. El cambio de la situación económica arropó con billetes la ideología neoliberal y fortaleció las creencias en el sistema.

Quienes más provecho sacaron de la imposición del neoliberalismo, además de la gran burguesía nacional (liberal) y extranjera, fueron una especie de gamonales provincianos. Pequeños reyezuelos que apostaron en sus inicios por negocios turbios, pero que, en el largo plazo, pudieron lavarse la cara invirtiendo en la educación, y otros negociados de todo calibre. Su imperio, sin embargo, pendía de un hilo: del hilo de la ilegalidad que podía ser cortada por una navaja legal. Por ello, se propusieron incursionar en la política para salvaguardar su dinero mal habido e intentar limpiar y legalizar a sus empresas forjadas en medio de la estafa o la criminalidad. Se propusieron tomar el Congreso por asalto para crear leyes o derogar otras que no estén acorde con sus intereses. En ese trayecto, entrelazaron sus intereses con los de una aristocracia mercantilista, potencialmente fascista y decadente.

Cuando la gigante constructora brasileña Odebrecht decidió tirar barro con ventilador a sus socios en Perú, dio paso a una guerra intestina entre esa gran burguesía manchada por la corrupción y otra forjada enteramente al borde de la criminalidad. Esa guerra se trasladó a todos los poderes del Estado, en especial al Ejecutivo y al Legislativo.

 

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