Perú: telúrico y magnético: el triunfo de los postergados

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Lunes 21 de Junio de 2021

La llovizna se intensifica, el frío arrecia. Una rondera que llegó desde Cajamarca atiza un fogón en medio del parque. Una enorme paila se cocina en ese abrazador fuego, será la olla común para resistir el hambre y el desvelo -ya son doce días de vigilia-. El frontis del Jurado Nacional de Elecciones (JNE), entre la avenida Jr. Lampa y Nicolás de Piérola en el centro de Lima, está lleno de banderolas, sombreros, camisetas y lápices. Sí, muchos lápices; hombres y mujeres lápices. Lápices que enfilan alertas por la defensa de la histórica victoria de los postergados en las urnas el pasado 6 de junio de 2021. Pedro Castillo es un lápiz, no es un nombre, tampoco es un hombre, es la cara visible de un símbolo que arropa esperanzas, multitudes y significados.

Por un lado, argucias legales, desfiles con antorchas y saludos nazis, llamados abiertos a desconocer los resultados electorales y audios golpistas; por el otro, más de 4 mil ronderos caminando por las calles de Lima con machetes y látigos en mano. Perú vive un momento histórico; un momento de enorme crispación, el preludio de una fractura social.

Tras la derrota de Keiko Fujimori, la derecha radical viene labrando el camino para desestabilizar el futuro gobierno de Pedro Castillo. El objetivo ya no es la nulidad de las elecciones a través de impugnaciones ante el JNE —algo imposible a estas alturas—, sino la forja de un escenario propicio para la vacancia mediante una guerra desde el Congreso, o un golpe militar cuando Castillo proponga una consulta popular para cambiar la Constitución fujimorista de 1993.

Para llegar fortalecidos a ese día, el fujimorismo y la derecha fascista liderada por López Aliaga, agitan tambores de guerra. Si el plan golpista de la derecha tiene éxito, Castillo acabará defenestrado como los presidentes que gobernaron en el último quinquenio; o podría correr la misma suerte de Guillermo Billinghurst (1912-1914), quien juró por el pueblo y para el pueblo. Tras sus intentos para cambiar la Constitución y reformar el sistema de justicia, Billinghurst fue sacado con ametralladoras por una guarnición que clamaba por la defensa de la Constitución. Su propia escolta personal se unió al golpe de Estado mientras él tomaba una siesta. De concretarse un golpe en el futuro inmediato o en el corto plazo, no solo se derramaría mucha sangre en las calles, también se ahogarían las esperanzas de más del 50 % de la población que busca una clase dirigente en un país que solo ha tenido una misma clase dominante en 200 años de vida republicana. En esa trayectoria, el triunfo de Castillo marca un antes y un después, un momento histórico.

Ahora bien, la pregunta cae de golpe: ¿qué representa un momento histórico? ¿cómo se gesta? Existe una conexión entre el suceso y el proceso que da forma al momento histórico: la transformación, el cambio. Mientras la historia es proceso de larga duración, el momento histórico es el disloque que se produce como resultado de la acumulación de condiciones que lo anteceden.

Valcárcel, en Tempestad en Los Andes, sentenciaba: “de los Andes tienen que nacer, como nacen los ríos, las corrientes de renovación que transformen al Perú”. En esa misma línea, Mariátegui, en Peruanicemos el Perú, clama por la reivindicación del indio. La República, dice el Amauta, en vez de ofrecerle igualdad de oportunidades “ha agravado su depresión y ha exasperado su miseria”. La izquierda peruana estaba llamada a buscar a su Lenin en las alturas y profundidades andinas, un líder que rompa con esa trayectoria de la postergación y abandono de ese Perú mayoritario. En vez de eso, la izquierda, sobre todo la limeña, parecía embarcada en ilusiones pasajeras mas no en propuestas de transformación.

En medio de la pandemia, el dolor, como dice el poeta, crecía a “treinta minutos por segundo” y la condición del martirio se hacía “carnívora”, “voraz”; “era el dolor dos veces”. Más que nunca se hacía urgente el llamado de Gonzáles Prada para dejar el pacto infame y tácito de hablar a media voz. Urgía recoger la indignación y el sufrimiento de un pueblo. Perú Libre y Castillo llevaron adelante esa voz hasta el último día de la segunda vuelta. Triunfaron. Ese giro representa un golpe furibundo a las élites políticas que, durante siglos, se felicitaron por haber logrado que todo lo autóctono e indígena acelere su proceso de destrucción identitaria. Se felicitaron por imponernos a Garcilaso, en vez de Guamán Poma, Bartolomé Herrera en vez de Juan Bustamante, José de la Riva Agüero en vez de José Carlos Mariátegui; y hoy nos imponen a Vargas Llosa en vez de José María Arguedas.

Pero el asunto iba más allá. José Luis Ayala recuerda que el primer candidato campesino a la presidencia de la República fue el puneño Eduardo Quispe Quispe, quien fue lanzado por Eudocio Ravines en nombre del Partido Comunista en los comicios de 1932. El Jurado Nacional de Elecciones rechazó su inscripción porque era semianalfabeto. Según la consigna de Ravines, era necesario una campaña política de “clase contra clase”. No prosperó. En el bicentenario de su vida republicana, Perú verá a un profesor rural, ligado al mundo campesino juramentar en las pampas de Ayacucho; allí donde se selló la independencia de América Latina en 1823. El poder simbólico de este momento y la gesta de una nueva narrativa, generan una atracción telúrica y magnética.

Es un magnetismo que ilusiona a ese Perú históricamente postergado y aterra a la clase dominante. Como menciona Foucault, lo más importante, en los momentos de transformación, no es el acontecimiento, sino lo que pasa en la cabeza de quienes no la hacen; ese trance que convierte los sueños en pesadillas. La clase dominante limeña se aterra porque hasta ahora no han logrado quebrar a Castillo y derechizarlo por completo, como hicieron con Ollanta Humala antes de que ganara las elecciones en el 2011. Solo así se puede comprender el papel terrorífico de los medios de comunicación, las multitudinarias marchas contra el “comunismo” y los ríos de racismo y desprecio que inundan las redes sociales.

Castillo ha volteado la tortilla y marca un momento inaugural en la historia política del Perú. Sin embargo, no debemos olvidar que este acontecimiento es principalmente un fenómeno político; puede significar la esperanza de un cambio desde arriba, pero al no haber nacido producto de una forja de la sociedad organizada y de una efervescencia en las calles, como ocurre en este momento en Chile y Colombia, podría devenir en una “nueva traición”; una que no se podrá perdonar en los siguientes dos siglos. Dicho de otro modo: el peor miedo que genera el futuro de un gobierno de Castillo es que no haga los cambios necesarios para incorporar a esa población históricamente postergada. Recordemos que Castillo no ganó con una “Hoja de Ruta” que lanzaba al traste la propuesta de la “gran transformación”.

Por ahora, mientras dilatan la proclamación de Castillo como presidente, quienes perdieron en las urnas, están logrando su cometido. Perú Libre empieza a ser invadido por oportunistas que buscan cosechar a río revuelto e inicia un combate intestino. Entre tanto, la derecha fascista se fortalece en las calles, en los medios, en el discurso y en las redes sociales. Tomar el cielo por asalto será cosa de chicos frente al momento beligerante que vivimos.

Después de transcurrir por meses de furibunda crispación, lo único inminente es que se vienen cinco años muy convulsos. El conflicto social y político nos llevará al antagonismo; las izquierdas y derechas se irán radicalizando. Hoy, las calles de Lima fueron testigos, una vez más, de desfiles y de estéticas parecidas a las que se despliegan en la película Machuca, días previos al golpe de Pinochet en Chile. Dos estéticas diametralmente opuestas. Son las estéticas de una guerra que acaba de empezar.

 

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