12 de octubre: celebrar el imperio o festejar la esperanza
El pasado 12 de octubre se celebró, con gran fanfarria, el día de la Hispanidad. Se quiere una fiesta inclusiva, integradora, constructiva. Un festejo global que trata de subrayar los lazos culturales, idiomáticos, e incluso axiológicos, que unen (o deberían unir) a una parte muy importante de la población global.
El 12 de octubre es, sin embargo, una celebración mucho más compleja, ambigua y ambivalente, si descendemos a lo concreto, a su Historia, a sus despliegues narrativos, a los que realmente se esconde tras esta cosmopolita fachada hecha de alegorías sobre el “destino compartido”, la “belleza del idioma” o la “diversidad de la Raza”.
El 12 de octubre, en España, es un atado de contradicciones y un palpitante vórtice de tensiones sociales. Gran parte de la población española no acepta la efeméride de la Hispanidad como propia. Su utilización propagandística por el franquismo, así como los irresueltos conflictos territoriales en la Península Ibérica (entre los potentes independentismos de catalanes, vascos o gallegos y el casposo y reaccionario nacionalismo español realmente existente) han convertido el 12 de octubre en una fecha de manifestaciones encontradas.
El Día de la Hispanidad pone de manifiesto cómo el proceso de construcción nacional español es aún asunto irresuelto. Lejos de celebrar una revolución patriótica, plena de civilidad e iluminismo burgués, como franceses, italianos o estadounidenses, en España celebramos un genocidio continental, perpetrado sobre cientos de miles de personas inocentes. España aún no se ha dotado de una narrativa compartida, de una visión nacional conjunta, de los mitos y ritos que construyen la Patria común, tras la emergencia de los Estados modernos al calor del despliegue del pensamiento liberal.
En su lugar, la oscurantista oligarquía que ha dominado nuestro país desde hace siglos ha preferido recuperar, una y otra vez, los símbolos del Imperio y de la Conquista. España abraza una mítica feudal, hecha de reminiscencias teocráticas y de celebraciones del aniquilamiento de su propia pluralidad (expresada en las derrotas de los Comuneros de Castilla o de las germanías levantinas) porque no puede celebrar su propia revolución burguesa, que nunca sucedió. ¿Qué gesta liberal podría rememorar la Monarquía española? ¿La brutal ejecución y desmembramiento de Rafael del Riego? ¿o la épica ominosa de las fosas franquistas?
La Italia moderna homenajea a Mazzini, Garibaldi y la Resistencia contra el nazismo, no el saqueo de Cartago. La España premoderna (sigue siéndolo) tiene como su mayor gesta nacional la destrucción de Tenochtitlán y el sistema de encomiendas.
Las “encomiendas” donde los “indios”, los negros y los españoles más pobres o heréticos pagaban con su vida y su trabajo en condiciones brutales el ascenso al cielo, asegurado por las Bulas papales, de los señores de la América española. No es de extrañar que el 12 de Octubre constituya, también, un festejo intragable para muchos latinoamericanos.
Las últimas décadas han visto la reemergencia de las culturas y los movimientos sociales de los pueblos originarios de América Latina (¿diríamos mejor de Abya Yala?). Los “indoamericanos”, tras siglos de explotación, ninguneo, y brutal genocidio, han conseguido nombrar presidentes, levantar sindicatos campesinos, reivindicar sus símbolos y sus lenguas. Los antiguos esclavos negros, también, han salido a la calle en el Norte y en el Sur de América para hacer valer su fuerza y sus propios mitos. América es un gran crisol hecho del dolor y la explotación más insondable. Es un continente mestizo, efervescente, pleno de una riqueza humana que compite en complejidad con la inimaginable biodiversidad que puebla sus florestas. Con los conquistadores vinieron sus ladrones, sus herejes, sus mendigos, sus pobres. También vinieron, a la fuerza, los esclavos. Bajo las ominosas botas de los señores, los pueblos originarios se mezclaron, resistieron, aguantaron, conservaron sus tradiciones y sus formas propias de vida en la clandestinidad o en los márgenes de “quilombos”, claros de selva o macizos peñascosos.
La América de todos y todas, no puede reducirse a la “Hispanidad”, como el Mediterráneo no puede reducirse a la “Ciudad Eterna”. América Latina haría bien en convertirse en Patria Grande, hecha de pueblos autónomos y libres. Revisitar las tradiciones comunales y libertarias de los pueblos originarios y tomar conciencia de que su diversidad es la clave posible de una fuerza potencial que puede cambiar el mundo. A condición de deshacerse, por fin, de los señores de todo pelaje e idioma que pretenden dictarle sus órdenes mediante la billetera, el Cuerpo de Marines y la docta superioridad académica.
América Latina fue y es la gran plantación. Y España el cortijo en el que los señoritos siguen divirtiéndose y repartiéndose el botín, bajo el cetro real. La Hispanidad es, o debería ser, otra cosa. Si hay algo universal y valido en nuestra cultura es la imagen quijotesca del que cabalga contra los molinos, la miliciana que defiende Madrid contra los fascistas, el comunero que lucha en Villalar.
Alguien que lucha contra los molinos y el oprobio, en nombre sus mejores sueños, como Túpac Amaru lucha contra el Imperio, como los indígenas ecuatorianos levantan su propio octubre de esperanza, como Toussaint Louverture hace a los negros alzarse contra la opresión.
No celebremos el Imperio y a los señores, celebremos la constante, insistente, indoblegable, esperanza de los pueblos que se le opone y engendra mundos nuevos.